sábado, 29 de diciembre de 2012

Cuando la vida te da una bofetada (Gaba)


Según el Espasa-Calpe de 2005, bofetada es un golpe que se da en la mejilla con la mano abierta, una sensación repentina de frio, calor, etc (qué significará el etcétera aquí… sensación repentina de terror, tristeza, ¿de qué puede uno tener otra sensación repentina, de olvido de algo?), un desaire u ofensa (“recibió la acusación como una bofetada”), un americanismo de puñetazo.
 “Darse de bofetadas” es un localismo coloquial para “no conjuntar en absoluto”, por ejemplo “los tonos de su ropa se dan de bofetadas”, “no tener alguien media bofetada” otro localismo coloquial para “ser débil y pequeño”. Y tiene como sinónimos sopapo, guantada, bofetón, cachete, cate, chuleta, mamporro, mojicón, revés, soplamocos, tabanazo, tapaboca, torta, tortazo, galleta, guantazo, manotazo, papirotazo, pescozón
Según el mismo diccionario, vida es
1.                             f. Capacidad de los seres vivos para desarrollarse, reproducirse y mantenerse en un ambiente:
los muebles no tienen vida.
2.                             Existencia de seres vivos:
planeta con vida.
3.                             Espacio de tiempo que transcurre desde el nacimiento de un ser vivo hasta su muerte:
toda su vida ha vivido en este pueblo.
4.                             Duración de las cosas:
la vida de un electrodoméstico.
5.                             Conjunto de medios para vivir:
ganarse la vida.
6.                             Modo de vivir:
su vida fue ejemplar.
7.                             Ser humano:
salvar una vida.
8.                             Relato de la existencia de una persona:
escribió la vida de un famoso pintor.
9.                             Prostitución, dicho de las mujeres:
echarse a la vida.
10.                          Cualquier cosa que produce una gran satisfacción o da valor a la existencia de alguien:
los libros son su vida.
11.                          Animación, diversión:
en verano hay más vida en las calles.
12.                          Expresión, viveza, especialmente referido a los ojos:
¡cuánta vida tiene la niña en esos ojitos!
13.                          Estado del alma después de la muerte, según algunas religiones:
la vida del alma después de la muerte.
14.                          Unión del alma con el cuerpo en algunas religiones:
en otra vida, puede que fuera un animal.
15.                          Actividad o conjunto de actividades de un grupo social:
la vida política del país está muy convulsionada desde hace unos días.
16.                          buena vida Vida cómoda y regalada:
está acostumbrado a la buena vida y le cuesta ponerse a trabajar.
17.                          vida y milagros col. Toda la vida de alguien, hasta los más pequeños detalles:
conoce la vida y milagros de todos los vecinos.
18.                          amargar la vida loc. Hacer desagradable la vida a alguien:
este asunto me está amargando la vida.
19.                          a vida o muerte loc. adv. Que se realiza con gran riesgo de la vida:
una operación a vida o muerte.
20.                          buscar, o buscarse uno la vida loc. col. Conseguir lo necesario para vivir, o bastarse uno solo para solucionar un asunto:
tienes que aprender a buscarte la vida tú solito.
21.                          dar la vida loc. Sacrificarse por alguien:
dio la vida por salvar a su hijo.
22.                          dar vida loc. Representar un personaje en una obra:
están buscando un actor para dar vida al premio Nobel de literatura.
23.                          de por vida loc. adv. Por todo el tiempo de la vida:
garantía de por vida.
24.                          de toda la vida loc. adv. Desde hace mucho tiempo, desde que se tiene memoria:
este árbol lleva aquí de toda la vida.
25.                          esto es vida loc. col. Expresión que se utiliza para mostrar que se está disfrutando de algo muy agradable:
esto es vida, estar tumbado al lado de la piscina todo el día.
26.                          en la vida loc. adv. Nunca:
en la vida vuelvo a ayudarle.
27.                          hacer la vida imposible loc. Molestar, hacer sufrir a una persona de forma continuada:
su jefe le está haciendo la vida imposible en la oficina.
28.                          ir la vida en algo loc. Ser algo muy importante para alguien:
me va la vida en este proyecto.
29.                          pasar a mejor vida loc. col. Morir:
ya pasó a mejor vida.
30.                          perder la vida loc. Morir, especialmente si es de modo violento:
perdió la vida en un accidente de tráfico.

Digamos que partimos de la acepción nro. 6 y decimos: cuando el modo de vivir te da un sopapo , o de la nro 4: cuando la duración de las cosas te da un pescozón…
Como sea, el caso es que como dice Serrat  de vez en cuando la vida, y entonces un enorme vacío, pero más que el vacío la desorientación es lo que más desespera.
Realmente uno está chupando un palo sentado sobre una calabaza, cuando creía estar comiendo un dulce sobre un carruaje hermoso, que nos guiaba por nuestro camino lleno de luz y magia.
Como si alguien en algún momento cortara la luz, o al revés nos abriera los ojos a sopapos (bien vale el sinónimo) nos encontramos de repente con que todo aquello que estaba no está, con que todo aquello que nos sostenía nos larga, con que toda seguridad desapareció, y todo lo que era ya no es.
Podría resumir mi historia así:
Acepcion 23 te amé, pero acepción 29 así que acepción 20 pero solo logré acepción 18, ahora siento que no tengo media bofetada.

Así, este cemento seco y desértico, esta realidad sudada y terrosa, sobre la cual se apoya esta arrugada carpa hecha de mantas viejas, pasa a ser todo el hogar. Esta soledad de ratas y mocas, este perro flaco, esta olla de arroz, este frío. Ese cana que me corre de rincón en rincón, ese turrito que me quiere sacar el lugar para tirarse a fumar paco y me quiere afanar el vino y el último cigarrillo.
Porque como sea, sensación repentina o golpe, lo único que tengo ahora es un vacío: vacío de vos.
                              
Gaba, diciembre 2012.



jueves, 27 de diciembre de 2012

Cuando la vida te da una bofetada (Ale)


Caminó despacio hacia la cocina, con la vista fijada en el suelo. Se sentía cansado y sin fuerzas para empezar el día. Dejó hervir el agua del café, volcó un poco de azúcar al lado del plato de la cena que no había recogido la noche anterior. Casi no había dormido, repasando mentalmente cada segundo del día anterior. Lo habían despedido. Fue su primer y único empleo. Desde hacía 35 años tenía la misma rutina. Cada mañana marcaba tarjeta a las 6, si había suerte, hacía horas extras, sino al volver a su casa dormía una siesta corta y luego se relajaba leyendo el periódico mientras María le cebaba mate. Así transcurría su vida, él no tenía grandes ambiciones, le gustaba esa seguridad. Cuando me jubile, solía decirle a su mujer, nos dedicaremos a viajar, vamos a recorrer toda la argentina. Y ella sonreía. Y él también, imaginando las maletas en el viejo coche, los preparativos, el termo, el mate. Recién ahí disfrutaría un poco del sacrificio de tantos años de trabajo. Los hijos ya casados, estaban ocupados con su propia vida. Se sentó en la silla de la cocina. Cuando la mañana anterior el nuevo jefe lo citó en su despacho para explicarle que estaba despedido, se quedó sin habla. Aún le faltaban 10 años para jubilarse y mientras tanto adónde iría? Quien le daría trabajo a su edad? Además no sabía hacer otra cosa. Entró en pánico. Pero adónde voy a ir, Juancito?, le dijo. Juan era el hijo de su antiguo jefe. El le decía Juancito porque lo conocía de niño, cuando su padre lo traía a la fábrica cada sábado. Ahora Juan tomaba el mando de la fábrica y venía con toda la fuerza de su juventud, con grandes cambios, con gente nueva. Pensó en María, en cómo se lo diría. Esa tarde al salir del trabajo pasó por el barcito de la esquina a tomarse un café mientras pensaba qué palabras usaría para darle la noticia a su esposa. Tardó horas en decidirse a volver a su casa. Se lo diría de la mejor manera posible para no angustiarla. No te preocupes, puedo hablar con el mecánico, siempre necesita gente y yo puedo aprender, o con el ruso, que siempre le falla algún camarero. Algo va a salir, quedate tranquila. Puso la taza en la mesa y bebió un sorbo, el café estaba fuerte y un poco amargo. Recordó el momento cuando llegó a su casa y no estaba María, sólo una carta en que le explicaba que se iba, que no era feliz con él, que quería otra cosa para ella.  

                                                                                         Solbenji

El árbol (Eli)


Para cuando el árbol había llegado a la altura del techo, los rituales se habían establecido. Cada mes de agosto las paltas estaban en su punto justo para ser sacadas. Entrado el mes de septiembre, comenzaban a caerse, por lo cual, en cuanto se creía que había alguna madura, la gente se acercaba a casa para llevarse la mayor cantidad posible. Nunca me quedó claro si querían las paltas o participar de las grandes reuniones que se hacían para bajarlas.
Recuerdo que le habían explicado a mi papá que debía tener cuidado con las raíces de este tipo de árboles. Le habían avisado que, a medida que fuera creciendo, iba a ir levantando el piso. A pesar de esto, lo plantó. Él quería paltas, aunque creo que más que nada, quería demostrarles a todos que era posible sacarlas del patio del fondo de su casa. Nunca supe si era una de sus comidas favoritas. Tal vez hubiera sido igual bananas, limones o zapallos, si hubiera existido un árbol de zapallos.
Los rituales iban desde largas escaleras inventadas con sillas arriba de otras sillas aún más altas o banquetas de patas largas, hasta ingeniosos inventos realizados con palos extensibles o mangueras atravesadas por sogas que estrangulaban el fruto una vez alcanzado. Todos los modos de querer atrapar paltas tenían cierto peligro. La cuestión era que este árbol crecía hacia arriba, nunca hacia los costados. Año tras año se buscaba llegar lo más alto posible y evitar que fueran cayendo solas y, producto de la larga caída, volverse pasta irrecuperable. Decían que el árbol tenía quince metros de altura, otros decían que más de veinte. También recuerdo ir a hacer las compras al almacén y que el dueño dijera “acá viene la hija del señor del árbol de palta de treinta metros”. Lo que no tengo claro es si con el tiempo fui cambiando esos números, si me parecía alto porque yo era chica o si realmente era un árbol fuera de lo común como creo que se decía en el barrio.
Algunos de los cazadores de paltas realizaban equilibrio y con enorme destreza buscaban arrancar la mayor cantidad posible, otros, con canastas o redes atrapaban las que iban cayendo y el resto, observaban, gritaban, alentaban. Entre los espectadores había primos, novias de primos, vecinos, amigos o quien sea que se enterara de la existencia de este árbol tan preciado para ese entonces pues las paltas no solían encontrarse en verdulerías y, si por casualidad había, valían mucho más que un cajón entero de manzanas. Por lo cual, era terrible cuando se estrellaban en el piso, se lamentaban mucho más que cuando se tropezaban y caían los que se subían a los hombros de otros para llegar más arriba.
Era un gran espectáculo y mi papá era el organizador. Ubicaba a la gente en sus lugares, ordenaba a quienes querían ser los encargados de bajar las paltas, alentaba para los aplausos y gritos, y también revisaba o controlaba la cantidad que se llevaban. Varias veces lo vi sacar para que quedaran algunas en casa. En verdad no eran algunas, eran decenas y decenas. Durante largos días comíamos ensalada de palta, pan con palta, pizza con pedacitos de palta, dulce de palta, salsa de palta, sopa de palta.
El piso de ese sector estaba resbaloso, las paltas caídas dejaban una película pastosa y pegajosa que hasta para el perro era difícil atravesar. Mi mamá nos mandaba a barrer y a tirar agua, pero no había manera de dejarlo en buenas condiciones. Además, las raíces lo habían levantado y eso complicaba aún más pasar la escoba. Tal cual se lo habían anticipado a mi papá, las grietas atravesaban todo el sector alrededor del árbol y más allá también. Había escalones, lomas y hasta montañas.
Mi papá murió durante mi adolescencia. El agosto siguiente a su muerte nadie organizó la cosecha, nadie organizó el espectáculo. De a poco, una a una fueron cayendo todas las paltas. Ninguna podía comerse, todas se rompían al caer. Además, mi mamá no mostraba ningún interés por ellas. Al año siguiente ocurrió lo mismo. Las paltas cayeron nuevamente. Al tercer año, el árbol no dio ni una sola.
Hoy es un adorno seco y macabro en el patio. Sin hojas, sin nada. Algún que otro pájaro lo usa para apoyarse un rato o para hacer sus nidos o hasta sus necesidades. Cuando visitamos a mi mamá procuramos no sentarnos muy cerca del árbol. No estoy muy segura por qué, nunca decimos nada. Tal vez buscamos no ensuciarnos, tal vez no tropezarnos con el piso resquebrajado, tal vez no recordar tanto a mi papá.

Eliana Barriga



Cuando la vida te da una bofetada (Estela Varela)

     La broma había sido muy pesada y el padre Amado, director del colegio “Cristo fraterno” estaba furioso. Preguntaba una y otra vez quién había sido. El silencio era absoluto, entonces los amenazó con las veinte amonestaciones: el castigo más temido por los estudiantes. Todos sabían que a las veinticinco amonestaciones quedaban libres: fuera del colegio, expulsados. Bruno confiaba en que los culpables hablarían,  sabía quienes habían cometido semejante locura. Él los vio, esta vez no había participado, aunque muchas miradas lo señalaban como el actor principal. Claro, él fue siempre el travieso, el conversador, el bromista. Pero era inocente. Se sintió intranquilo ante las amenazas del padre Amado, él iba a ser el mas perjudicado con la medida, era  el único de la división que tenía ya cinco amonestaciones, se las pusieron un día que se escapó de la clase por la ventana y luego regresó para la siguiente y el celador lo vio. Por eso a cada rato miraba a Carlos y a Federico, sus amigos. Los dos seguían con la mirada baja, ninguna palabra.
      Bruno, pensaba: “ahora explican todo, total ellos no tienen amonestaciones, y si confiesan, después los perdonan y listo”. Pero no, Carlos y Federico tenían miedo del padre Amado, pero más aún de sus propios padres, y entonces dejaron que todo avanzara. Al  final lo  expulsaron del colegio, no hubo marcha atrás. La madre había intercedido y suplicado para que lo reincorporaran. Ella confiaba, era una mujer de marcada fe religiosa, misa de domingo, confesión y rezo, por eso creía en la bondad de los preceptos cristianos. Pero el director fue inflexible. Ella argumentó que los jóvenes cometen errores y los adultos deben aconsejar y corregir, y que era necesario darle una oportunidad. Se trataba de enfrentar los problemas, no de evadirlos. Insistía que esa era la misión de la iglesia, comprender al pecador para regresarlo al buen camino. Pero todo fue inútil y a  Bruno lo echaron sin contemplaciones. Para ella también fue una gran decepción, había volcado su confianza en esa comunidad católica y creía erróneamente que ellos la ayudarían con la educación de su hijo.
        A la noche cuando el padre volvió de la fábrica y se lo dijeron el grito se escuchó amenazante: “¡ahora te vas a trabajar, si no estudiás, trabajás!”.
       Y al día siguiente  le consiguió un trabajo de cadete. De golpe, a los dieciséis años entró al mundo de lo adultos. Se levantaba a las seis de la mañana, viajaba en tren y recibía órdenes de unos jefes intratables y autoritarios. Parecía que el padre quería verlo sufrir.
      Pero lo peor fue que nadie creyó en él, nadie le preguntó si había sido responsable de los acontecimientos que llevaron a esa instancia. Dolía la traición y el silencio de sus compañeros. La amistad era todo y la vida a esa edad era la escuela, los bailes el futbol y sobre todo los amigos.  
        El padre no había estado de acuerdo en inscribirlo en ese colegio, decía que no era el indicado para el hijo de un obrero, pero la madre insistió. Creía que la firmeza y disciplina de ese colegio confesional encauzarían la conducta de Bruno, excelente estudiante pero conversador y travieso. Su simpatía lo acercó a los compañeros que lo invitaban a su casa y lo llevaban de vacaciones a lugares que él nunca hubiera podido ir con su familia, Bruno conoció un mundo diferente. Pero, sobre todo, él, que no tenía hermanos, descubrió un sentimiento nuevo que creyó lo uniría para siempre con Federico y Carlos. Por eso le dolió tanto el silencio de los amigos.
        Los días de risas y complicidad en el aula habían terminado y él sabía que se había cometido una gran injusticia.
       Todo comenzó durante la clase de gimnasia, el profesor aún no había llegado, Bruno salió un momento para ir al baño, cuando regresó vio a sus compañeros asomados a la ventana, Federico le alcanzaba a Carlos unas mochilas, y éste las tiraba hacia abajo donde había una obra en construcción y en ese momento preparaban la mezcla para hacer una losa, Bruno corrió y miró: los bolsos se hundían en el cemento.
  Los profesores con los religiosos presionaron a los alumnos para que delataran a sus compañeros, pero nadie dijo nada. Los códigos de amistad los inhibían de aclarar las cosas. Bruno seguía pensando que sus amigos finalmente hablarían y dejarían todo en claro para que él continuara sus estudios, sólo faltaban seis meses para la finalización de las clases. Pero no fue así y Bruno dejó el colegio y nadie lo llamó ni se interesó por su situación.
Se terminó la infancia al aprender con dolor acerca de la  deslealtad. Años después, en la estación Diagonal Norte del subterráneo se cruzó con Federico, se miraron, podría ser que Bruno aún esperara una disculpa y quizá lo hubiera comprendido y perdonado, pero Federico, al reconocerlo dio vuelta la cara incómodo, se le notó la turbación. Bruno pensó llamarlo, pero se contuvo, no valía la pena.
Estela Varela

jueves, 20 de diciembre de 2012

Fausto y Furia (el Gusti)


           Furia se despertó con un aullido de lobo que resonó en el valle. Movió la cola y gimió. Lamió a su amo en la boca. El sonido se escuchaba lejano pero acechador. Fausto se refregó los ojos, las bajas temperaturas había sellado sus párpados con lagañas. Agarró el rifle desde el caño mientras que con un beso en el hocico respondió al lamido de su perra. El acero estaba helado, tan frío que quemaba. Otro aullido, la bestia convocaba a la jauría. La táctica era conocida: uno aparecería de frente para distraer, los más sigilosos intentarían ingresar por las ventanas de los costados, el resto como un remolino entraría por detrás de la cabaña, ese sí que era un animal traicionero. Fausto distinguiría al macho líder y le dispararía en la cabeza para que los perros salvajes busquen carroña en otra parte.
            El mes anterior lo habían sorprendido cortando leña en el bosque. Fausto había tenido suerte de confiarle la retaguardia a Furia. En aquella ocasión la perra alertó a su amo ante el movimiento de las ramas. Fausto disparó hacia los arbustos. Dos cartuchos acertaron en el lomo de la bestia pero no cayó. Inclusive lo enfrentó. La imagen no se le olvidaría jamás: el lobo herido mostraba los colmillos, jadeante de rabia. La espuma de la boca caía al pasto junto a la sangre. Se acercó pero antes de que Fausto lo rematase en el cráneo, dio un salto hacia atrás y desapareció por el bosque. A la distancia se escuchó un aullido a modo de trueno. El animal salvaje había dejado un raspón de sangre en un tronco de lengas. El líquido era de color negro. Fausto pensó que tenía suerte de no haberse encontrado con la manada entera y deseó no toparse con el monstruo nunca más. Furia lamió la mancha del árbol y arrugó la cara. Luego erizó el pelaje. Finalmente ladró grave.
            Y un nuevo eco en el valle amplificó el aullido que vibró en los tres ventanales. Fausto recién se incorporó de su letargo cuando sintió las pisadas que rodeaban la cabaña. Dio un trago largo al Old Smuggler. Se secó los labios con el antebrazo. Furia no se le despegaba de la falda. Ahora gemía a poco volumen. Fausto gritó: “¿Quién anda ahí?”. Seguido balbuceó la leyenda india que se repetía en boca de los lugareños: en el día de los espíritus el ambiente se cargaba de ánimas que se apoderaban del bosque, exigían no olvidar a los muertos. Y a medida que Fausto murmuraba la historia, aumentaba la tensión entre Furia y las sombras. Ladraba a la chimenea siguiendo el movimiento que provocaba su cola frente a la luz del fuego. Cuando terminó el relato, Fausto tuvo la certeza que las ánimas de los colonos anteriores retornaban en forma de lobo. Se detuvo dos segundos, sonrió y se tomó la frente. Miró por la ventana con los ojos fijos, no debía distraerse. Ya había comprobado con anterioridad que estos feroces animales eran capaces de cambiar la estrategia. Eran inteligentes, esquivaban las trampas y las redes, además reconocían y desdeñaban la carne envenenada. Debía estar en alerta permanente, estas bestias eran sorpresivas y ya casi no se dejaban ver.
            Fausto distinguió un bulto extraño que caía del cielo. Del árbol más alto colgaba un muñeco construido con paja y piedras. Estaba vestido de militar. El saco abrochado hasta el último botón, la corneta cruzada al hombro y una bayoneta enterrada en el suelo apuntaba a los genitales del muñeco. Pensó que sería un buen espantapájaros para los campos de la familia Jefferson. Las vacas estarían bien protegidas con la presencia de la marioneta militar, pastarían tranquilas y engordarían felices. Los aguiluchos sobrevolarían miedosos antes de bajar a depredar los maizales. Además que las piedras de la cara otorgaba la rigidez necesaria para intimidar a cualquier invasor. La estancia estaría mucho mejor custodiada que en los años de su conchabo. El muñeco estaba armado con una espada en la cintura y tenía una estructura firme atada con hilos que permitía que los continuos vientos le dieran vida sin desarmarlo. De seguro que si los alegres Jefferson se lo toparan en algún camino se lo cargarían en su carreta y considerarían llevárselo al sur, a su estancia de campaña, allí bien en lo profundo de las extensiones del desierto santacruceño, para afirmarlo en sus tierra donde los gauchos matreros pensarían dos veces antes de carnear una oveja.
            De golpe un convencimiento: el muñeco militar era de los chilenos. Siempre jodones y escurridizos. Pagarían con sangre su broma, esta vez no se saldrían con la suya. Y aunque solo había una caja de cartuchos junto al filo de su facón, los llenaría de plomo y los faenaría como a una oveja, o mejor aún, los colgaría del árbol para que corrieran la misma suerte que el muñeco soldado. Fausto bebió más whisky y encendió la pipa que había preparado la noche anterior. El tabaco estaba seco y sin sabor. Solo afloraba el olor de los yuyos aromatizantes. Furia torció el cuello y fijó los ojos en la otra ventana. Gimió agudo y cortito. Fausto le acarició el fino pelaje. Le dijo que no se asustase, que no había nada sobrenatural en el muñeco de piedra y paja; además que ya habían tenido suficiente con las mentiras aborígenes. Furia enterró la cabeza entre la manta del sillón como un ñandú de las pampas. Fausto se detuvo en ello y dijo que no había de que avergonzarse, que la ignorancia india a veces hasta a él mismo lo impregnaba de miedo. Siguió acariciando y disfrutando de la suavidad del felpudo canino. Respiró hondo. Olía como a su antigua mujer. Suspiró. Se le acercó al oído y le susurró que no estaban solos en este mundo, luego soltó una carcajada y agregó que no lo decía por la compañía de las ánimas, sino más bien, que eran muy afortunados en cuidarse mutuamente.
            Revisó el rifle y en la recámara faltaba una bala. Abrió la caja y los cartuchos cayeron al piso. Corrió con el pie algunos debajo de la mesa. Contaba en voz alta las piezas que rodaban en el suelo, había un cartucho para cada chileno que se acercara. Podían robarse toda la isla pero nunca la cabaña. Furia los mordería mientras él les haría comer pólvora. Además tenía la esperanza de que los refuerzos llegaran pronto. La carta que le había llegado la semana anterior estaba firmada por el mismísimo General Roca. Se acercó a la mesa y releyó el final: “…La Argentina necesita más patriotas como usted.”. Se le infló el pecho de orgullo. Y como Furia, pensó, mientras acariciaba a su perra.
            Escuchó un estruendo en lo profundo del bosque. Lejos pero ruidoso. Parecía el disparo de un cañón. A los pocos segundos temblaron todos los cacharros del estante. Era la misma explosión pero a menos distancia. Agarró la botella de whisky y se agazapó para ver al invasor. Chilenos, lobos y ánimas; mataría a todos por igual. ¿Qué querían?, ¿también quedarse con la cabaña? Miró por la ventana trasera y entre los arbustos y las lengas había una sacudida de hojas. Frenó la marcha para detener el crujido del piso. La madera estaba húmeda y los tablones levantados. El viento chillaba raspando el follaje nevado. Entre el silbido escuchó voces. Todas vocales. ¿Cómo no lo había pensado antes?, eran los indios que venían otra vez. Exigían el tributo mensual, para eso sí tenían calendario. Reclamaban el Old Smuggler para el cacique. Abrió el armario y entre las cajas vacías solo quedaban tres botellas. Puteó. Antes de salir vio el plato de comida vacío en el piso. La rigidez de los labios se transformó en sonrisa. Furia se había comido todos los tallarines. Cuando alejara a la amenaza iría a la olla y le serviría otra ración, el frío daba hambre. Agarró el fusil y salió de la cabaña pero no pudo mantener el paso sereno. El hielo estaba duro para sus pies cubierto con medias agujereadas. Se apresuró para enterrar la botella en la nieve. Se volteó corriendo hacía sus espaldas. Entró a la cabaña y colgó el fusil en el perchero de la entrada. Fue hacía el fuego de la chimenea y se quitó las medias. Se masajeó los pies. Se asomó por la ventana y en la montañita de nieve donde había dejado la botella se encontraba un collar de pequeños caracoles y huesos de ballena.
            Fausto se sentó en el sofá. El frío lo agitaba. Furia se acercó y la acarició largo por todo el lomo. Beso en el hocico y lengua en la cara. Desenvainó el cuchillo y cortó el queso que se encontraba junto al botellón de vino vacío. El primer trozo fue para Furia, ella ladró, él dijo: “de nada mi amor”. El segundo trozo fue para él mientras le rascaba detrás de la oreja, ahí donde ella reía a carcajadas y pataleaba sobre los tablones del piso ajetreado. Furia levantó las orejas, esta vez los ruidos venían desde el costado derecho de la cabaña. Del lado en que nacía el sol y se construían las vías del tren. Los reclusos del penal tenían un rato libre y venían de visitas. Fausto se paró fastidiado, no podía ser un buen anfitrión si tan solo le quedaban dos botellas. Se ató las botas con fuerza y se cargó sobre su camiseta agujereada el tapado de lobo marino que había negociado con los indios que se acercaban en canoas. Luego trabó el facón en la cintura y salió. No dudaría en cortarlos como cerdos si aquellos maleantes exigían aún más. Furia quiso acompañarlo pero le trabó la puerta. Esos roñosos querrían acariciar al animal con las manos llenas de grasa y brea. Se acercó al aljibe y dentro del balde depositó la botella. Antes de abandonarla besó la etiqueta del viejo pirata. No se volteó cuando escuchó las voces y las risas de los conscriptos. Pusilánimes. El gusto a miel solo lo sentiría el director del penal, estos bandidos debían conformarse mezquinando alcohol etílico detrás de las rejas.
            Fausto se sentó en la cama junto a Furia. Abrió la alacena y agarró el tabaco dulce que estaba al lado del café. No había grasa de foca. Refunfuñó. Otra vez debía negociar con la tribu de las canoas. Terminaría vistiéndolos a todos. Luego abrió el candado del baúl revestido en cuero de guanaco y vio la imagen que le había obsequiado un fotógrafo alemán hacía diez años atrás. Se desconoció abrazando a un indio cabezón de piernas cortas y torso desnudo, forzudo y con flequillo, serio como si se tratara de una reunión importante. Rió. Él era un desconocido joven sin barba junto a un humanoide desproporcionado. Sacó una bolsa llena de la planta triturada que le había comprado a unos chinos en el mercado del pueblo. Desechó al piso el tabaco mezclado con yuyo quemado. Se perdía entre las rendijas de los tablones. Sobre la mesa mezcló el tabaco con la planta china. Luego cargó la pipa. Agarró la lámpara y sintió un fuerte olor a aceite quemado. Pitó hasta llenar sus pulmones y le ardió la garganta, un remolino amargo le subió por la tráquea hasta la frente. Los ojos se le paralizaron. Furia le apoyó su hocico en el regazo. Él le masajeó un muslo. Ella rió y le lamió un dedo. Él la adornó con palabras y ella lamió aún más la mano de su amo.
            Otro aullido de lobo y esta vez resonó en la chimenea. Agarró el rifle y el cañón redondo apuntó por el lateral izquierdo, siempre venían del monte. Disparó a la lenga más alta. Volaron unos búhos hacia el cielo. Estaba tranquilo con estas balas de plomo fabricadas en las acerías guaraníes: cilíndricas y cónicas, girando lo suficiente sobre su eje para ser capaces de alcanzar a un miliciano chileno a más de mil metros de distancia. Ya lo había comprobado un año atrás.
            El humo se condensó en el techo. Furia se subió a la cama y aulló. Sintió que volvían las ánimas de los antiguos colonos. Fausto fue hacia la otra dirección y comprobó como los huéspedes del penal se habían llevado la botella de Old Smuggler. Dio otros disparos al aire y ahora unos caranchos sobrevolaron rasante. Siguió con la mirilla a los pájaros hasta que el aljibe le tapó el objetivo. Murmuró: “paf” deslizando el dedo índice por el gatillo invisible. Indios y soldados, ánimas y chilenos, lobos y presos, los mataría a todos por igual, les haría comer pólvora.
            Escuchó otro aullido de lobo, similar a los anteriores pero este rebotó en la mesa. Luego el raspaje de las uñas en la puerta. Se colgó el porta balas y lo llenó de cartuchos. Tomó el Remington y antes de salir dio tres pitadas más a la pipa. Quemazón en la garganta y ardor en las orejas. Tomó del pico de la botella y el elixir cayó como una catarata suavizante sobre el estómago ulceroso. Los objetos se multiplicaban. Salió con Furia.
            En la puerta aminoró el paso. El mareo cambió los colores del bosque: el verde de las lengas por un rojo fuego que devenía en naranja. Comenzó a bajar los escalones por una alfombra hecha con piel de guanaco. A los pocos metros las rodillas se le vencieron y cayó golpeándose fuerte las pantorrillas en el hielo pero el arma se mantuvo en alto suspendida por los dos brazos que la sostenían hacia arriba. De un lado asomó un grupo de nutrias, del otro un ratón con hocico amarillo seguido de una caravana de lauchas negras. Dejó el rifle en un almohadón revestido con piel de zorro colorado que se encontraba al lado del aljibe. Se rascó la barba. Luego un brazo rascó al otro. La comezón era insoportable. Después una mano arañó un hombro mientras el aceite hirviendo de la lámpara quemaba sus órganos. Tenía hambre y ganas de vomitar a la vez. Sentía el olor a su carne y podía escuchar los coros vocales de todas las tribus de la isla.
            Pensó en Furia y gritó. Su alarido se asemejó al de un lobo gris. Escuchaba como a lo lejos Furia ladraba imitando a los humanos. Hablaba a la perfección canina. Fausto sintió como sus músculos se aferraban a su esqueleto y sintió diecisiete mil vibraciones que traspasaron su cuerpo. El abrigo de lobo de mar se pegó a su piel y se abofeteó con las manos abiertas para no obedecer a su instinto. Luego una cachetada invisible lo tumbó de lado. Luchó contra la inercia pero sus manos exigieron acariciar al mundo. Pensó que esos lobos matarían a su perra y una lágrima se deslizó por su mejilla. Luego corrió hacia el bosque y vio a Furia como una estatua, era una hermosa perra polar. Mostró los colmillos y se le abalanzó sintiendo un instinto asesino. Furia ladró reconociendo el extenso vocabulario de Fausto. Fausto se acercó por detrás y abrazó el lomo de la perra. Fausto sintió compulsión en el movimiento de su pelvis y se detuvo cuando escuchó acercarse a los soldados colonos. El hombre blanco emitía alaridos que se asemejaban a los ladridos de un perro. Montado en Furia, su cola golpeaba el suelo mientras las ánimas se le trepaban por las patas traseras. No había tiempo. Escuchó dos disparos y luego el dolor de sentir el plomo en el lomo.
            Se despegó de Furia padeciendo la humedad de la sangre en su cuerpo y la risa humana. Perforó el bosque y escaló las piedras del monte. En la recorrida se le sumaron otros lobos de menor tamaño. Fue el primero en llegar a la cima. Irguió el cuello y miró al cielo. Aulló desde lo más profundo de sus pulmones que se llenaban de sangre. El eco retumbó en el valle encantado y espantó a las ánimas del bosque, también a las bestias que copaban la cabaña. Al que no inmutó fue al recién llegado soldado del ejército federal que, después de miles de kilómetros de cabalgata y al ver una cacerola llena de tallarines, solo pensó en comer un caliente y abundante plato de comida.


                                                                                                          


Cuando la vida te da una bofetada (Por Martín Teglia)


¿En donde está el limón? ¿En dónde lo puse?, pregunta sin saber si habla en voz alta y lo están escuchando. Corre los papeles de trabajo, los deja a un costado, busca en el escritorio el limón que eligió entre tantos, ese limón y no otro. Lo vio, lo miró, desarmó la pila de limones, sin preocuparse por la mirada del verdulero. Es su trabajo, para eso pago. Quiero ese y no otro, y lo apuntó con el dedo. Quiero ese que tiene el color preciso, verde limón, no cualquier verde sino verdelimón, porque no es verde ni limón a secas, es color verdelimón todo junto, igualito al color del vestido que le compró a Sonia.
Abre cajones, revuelve más papeles de trabajo, corre las biromes de repuesto, cierra los cajones. ¿En dónde está el limón de mierda?, pregunta y mira el plato con el bife de merluza con puré al que le sale humo, acababa de calentarlo hace sólo un rato y, mientras esperaba, sus ojos comenzaron a arderle sin razón aparente, los frotó y fue al baño a tirarse un poco de agua y se miró al espejo, miró los ojos rojos. Mira el plato y afirma sin limón no como.
Camina por los pasillos busca en los escritorios de sus compañeros. Mira el revoltijo de papeles, mira a sus compañeros concentrados en las pantallas de sus computadoras. No puede evitar mirar lo que ven: el diario, páginas de viajes, hojas de Excel.  
—¿No viste un limón?  —pregunta a Ruopolos, que es el último de la fila.
—¿Un limón? No, pero tengo jugo de limón en sobrecito —dice abre el cajón, revuelve, saca un sobre con jugo de limón concentrado dentro de un sobre y se lo ofrece.
—No, gracias, quiero mi limón  —no le puede decir que eligió ese porque de cortarlo en dos mitades, tendría la forma exacta, igualita a las tetas de Sonia. No le puede decir eso, la misma dureza, el mismo tamaño, sería un papelón, lo consideraría un loco. No lo entendería porque ni siquiera él puede hacerlo. Sabe que es absurdo, que es un nivel remembranza insólita. Se queda parado el suficiente tiempo para poder observarle la cara, de extrañeza, eso piensa de extrañeza y sus ojos vuelven a enrojecer. Siente la obligación de darle una explicación extra, no quiere hablar, no puede y se va.
Sin pensar, vuelve a la cocina. Pudo haber quedado ahí cuando calentó la comida, piensa. Mira los platos, los ordenados y los que están adentro de la pileta con restos de comida. Mira el tacho de basura. Mira a los costados, se cerciora de que nadie lo pueda mirar. Lleva la mano adentro del tacho, corre bandejas de plástico con resto de comidas, revuelve cáscaras y yerba usada. No está, no lo encuentra.  
Camina hacía el baño. Acá tiene que estar, lo debe haber olvidado cuando entró a lavarse la cara. Se mira el reflejo de la cara en el espejo, ojos lagrimosos, ojos tristes, vuelve a refregarse. Se tira agua fría. Cusca una toallita de papel, se la pasa por la cara, suave, la humedece y la arroja al tacho.
¿Se  habrá caído ahí adentro?, se pregunta y mira hacia la puerta, espera que no entre nadie. Se para frente al tacho, lo levanta y sacude, no escucha su limón rebotar contra las paredes del tacho. Se cansa, lo vuelve a apoyar en el suelo. Se arremanga y revuelve los papeles mojados con la mano.
Se abre la puerta, es el doctor Miragalla del Tejar. ¿Qué hace acá si tiene baño privado?
—¿Qué tal Molina? ¿Perdió algo? —pregunta Miragalla del Tejar y entrecierra los ojos.
—Hola Doctor —balbucea, se sorprende, levanta la cara, mira —perdí el gemelo de la camisa.
—¿Está seguro que lo perdió ahí adentro?
—Sí, pero ya va a aparecer.
—Permítame que lo ayude.
—No se haga problema, Doctor.
—Permítame —dice imperativo y toma el tacho, busca a un lado y a otro, saca los papeles y tira al piso, finalmente concluye —Acá no está.
—Gracias Señor —dice, siente calor en las mejillas, también los ojos del Doctor que lo perforan, el corazón se le acelera, le tiemblan las piernas, tiene miedo de caminar tres o cuatro pasos hasta la puerta sin que se le note la flojera. Hace dos pasos, da la vuelta, el Doctor lo mira, lo estudia y saluda con un gesto de cabeza, abre la puerta y se va.
El limón pudo haber quedado en recepción cuando bajó la bolsa con los papeles para el Departamento de Prevención. No voy, dice buscando convencerse, no voy y punto, repite. Se me va a enfriar la comida, intenta justificarse.  
Puedo vivir sin un limón, puedo comer sin Sonia, o al revés, piensa y sonríe por primera vez. Agria, agreta, amarga.  Vuelve al escritorio, mira el plato desde lejos, se le hace agüita la boca. No ve que le salga humito como antes, no se hace problema, comeré frio. No se preocupa. Se sienta en el escritorio. Busca los cubiertos, agarra el cuchillo, lo observa, ve una manchita, comida pegada, la frota con una servilleta de papel, aprovecha y repasa el tenedor. Revuelve el puré con el tenedor, ve un puntito negro que se esconde en el blanco del puré de papa. Pisa todo el puré y ve muchos puntos negros. Enfoca, se mueven, levanta la milanesa de merluza, decenas de puntos negros que se mueven. Carcajadas como llantos de bebé, se escuchan de fondo. Siente repulsión. Sus ojos vuelven a enrojecer. No puedo volver al baño a vomitar, está el Doctor.


sábado, 8 de diciembre de 2012

Consigna 1: El secreto

El secreto (Por Estela Varela)


Apenas lo dijo se arrepintió. La charla los había llevado a una extraña conexión y entonces le contó su secreto. Se había impuesto el olvido y casi lo había logrado, no supo como surgió la confidencia en forma espontánea. Y de esa manera cometió el error.
Lo que ocurrió en el pasado. Eso, que primero había negado y luego borrado hacía mucho tiempo, fue horrible pero él no pudo evitarlo, la situación se presentó de tal forma que eso simplemente sucedió.
Tenía sólo trece años y estaba sentado en la rama más alta del árbol, un inmenso paraíso que se alzaba en los fondos de la quinta de sus tíos. Se había refugiado allí huyendo de las risas de sus primos y amigos que imitaron su tartamudeo. Él no hablaba como los demás, cuando quería decir algo, las palabras se le entrecortaban. Todos lo habían acosado y repetían, “fe - fe ­- fe - liz - cum -cum -cum -ple -ple ­-ple - a - a – a -  años”. Claro, se había acercado a su prima que cumplía quince y trató de decirle eso tan fácil para todos “feliz cumpleaños”, pero se trabó, le pasaba cuando se emocionaba. Su prima estaba hermosa y él la quería mucho. Pensaba que era la única persona que lo entendía y le gustaba mucho sentarse a conversar con ella. Cuando estaba a su lado se transformaba y creía que la vida era más fácil y agradable.  Ella sabía como protegerlo de las burlas de los otros, pero esta vez ella también se rió, quizá porque estaban todos sus amigos, en especial ese chico que la miraba mucho. Se sintió decepcionado. Ella lo había defraudado.
Corrió, pero las risas lo perseguían y no tuvo mejor idea que subirse al árbol. Allá lo fue a buscar su amigo, en realidad él no tenía amigos, era compañero de grado,  a veces estaban juntos.
Se había sentado  muy alto y los ojos se le humedecieron al sentir compasión por sí mismo, el otro llegó y se acomodó muy cerca, en otra rama, cuando lo vio llorando, se rió, “ché no seas maricón, cualquier cosa te afecta, dejá de llorar, pareces una nenita”. Cuando escuchó eso no pudo contenerse y lo empujó, fue un impulso, no lo pensó pero ya estaba hecho, vio como el otro gritaba tratando de aferrarse a otra rama, mientras lo miraba perplejo, “me empujaste” decía, y luego el ruido de la rama al romperse, el grito de horror, “ah”, que resonaría en sus oídos por siempre. El golpe del cuerpo que chocó contra el piso lo aturdió, escuchó el ruido de los huesos cuando se quebraban. Y él allá arriba, sin creer en lo que había hecho, y luego su confusión y los pensamientos que lo acusaban y le exigían que  reconociera que  en realidad quiso matarlo. Supo enseguida que el odio y la ira que había acumulado por tantos años guió su mano.
Se quedó allá, en lo alto sin atreverse a bajar, tenía miedo. Escuchaba las voces, escuchaba los llantos, las preguntas “que pasó”, “que viste” y él que intentaba convencerse, “se ca - ca – ca -yó”.
Tardó en bajar, todos le hablaban con cariño, “bajá nene”, “está asustado”, decían. Escuchaba el murmullo, quería cerciorarse que nadie se había dado cuenta de la verdad. “Es la impresión ahora no se anima a bajar,” explicaban. Al fin su prima logró que despacio llegara al piso. “Viste que pasó” lo interrogaban, “no, no sé”, “dijo que se bajaba y no vi más”. Logró articular la frase y desde ese día nunca más habló del tema. Todos lo compadecieron, sin imaginar que era un asesino.  
Por eso cuando veinte años después, sentado en la cornisa de la terraza en la casa de su prima, habló por primera vez del tema, al instante comprendió su equivocación, los ojos de espanto de ella se lo confirmaron, entonces supo que no había otra salida, que el secreto debía ser nuevamente guardado y  que el paso que tenía que dar era necesario, impostergable y entonces, antes que ella percibiera su gesto, la empujó y el grito penetró, otra vez, en sus oídos para siempre.

Estela Varela, noviembre 2012


El secreto (por Martín Teglia)


Se frenó frente a la puerta de la habitación de Marquitos, Marcos, corrigió. Miró el cartel de no molestar, al costado del de prohibido pasar y más allá el de contramano. Era curioso pero nunca los había visto así, como lo hacía en ese momento, nunca los había mirado a todos juntos, como una totalidad. Miró el cartel con un bulldog y abajo decía perro peligroso en letras rojas. Tuvo la impresión de no ser bienvenido, inbienvenido, malbienvenido, buscó el antónimo justo, preciso, aunque lo tuviese que inventar, pensó una palabra que pudiera describir la sensación que se ajustaba mejor al momento previo a tener que cruzar esa puerta que lo separaba con Marquitos, Marcos, volvió a corregirse.
¿En qué momento se había producido esa distancia, ya no sólo desde un aspecto exclusivamente físico: traspaso de una puerta con la cartelería de inbienvenido, le gustó esa palabra? ¿Cuándo había dejado de ser su Marquitos? ¿Cuándo había comenzado a tener sus propios secretos con sus amigos como los tuvo él cuando salía de farra con su barra?, así decía, de farra con su barra, en una rima que le resultó naif.
Cerró el puño a la altura del cartel del bulldog, se detuvo antes de tocar y  acarició el cartel, sintió la textura del cartón plastificado, arrastró el dedo por la madera.
¿Qué le diría? ¿Cómo arrancaría a hablar? Yo soy tu amigo; no, un padre nunca es amigo de un hijo, esas mismas palabras había usado su propio Viejo cuando le hacía esos largos discursos, reproches interminables. Vas a ser un barrendero, no confundas libertad con libertinaje, sonrió, después de todo no era tan malo el Viejo, cuánto te entiendo, pensó y cerró los ojos.
Diría: podés confiar en mí, decímelo todo, hablemos como hombres, conversemos como cuando eras chico y hablábamos de Banfield y de los puntos que le faltaban para que pudiera ascender o cuando te conté que los hijos se hacen con sexo y el sexo es un pene dentro de una vagina, así había dicho pene y vagina y no dijo otra palabra, eligió esas dos, no dijo pija ni concha, por más que eran palabras que escuchaban en la cancha. Pensó que en ese momento pudo hacerlo, pudo hablar con su hijo, ahora era más difícil que sólo elegir sinónimos o antónimos o palabras y malas palabras, Marquitos, Marcos, Marcos, repitió intentando retener el nombre y no el diminutivo. Comenzaría a hablar y Marcos tan sólo se lo quedaría mirando y tal vez diga: Ajá, mmmm, si, si, ¿me cerrás la puerta?
Volvió a apretar el puño, tomó aire y exhaló con todas sus fuerzas, ¿buscaba valor en el aire? Escuchó una batería metalizada, secuencia perfecta sólo interferida por una chicharra de hojalata. Acercó el oído a la puerta, escuchó, ¿en dónde quedaron Led Zeppelín, Riff, Pescado? ¿En dónde quedaron? ¿Cuánto te entiendo Viejo? La puerta retumbaba ¿Habría escuchado que él se encontraba en el pasillo esperando para hablarle, eligiendo las mejores palabras?
Lo sé todo, todavía hay tiempo, podría arrancar, así, todavía hay tiempo, tenemos tiempo, Marcos. Fue culpa de tu mamá que te apañó pero ahora estoy yo para ocuparme. Así le diría, hablemos como hombres, fue culpa de tu mamá y ahora estoy yo, trató de memorizar esos puntos. Como hombres, culpa de mamá y estoy yo.
Golpeó la puerta y no esperó a que lo atienda, bajó el picaporte, muy suave, no quería sorprenderse ni sorprenderlo, se debe ser cuidadoso al entrar en el cuarto de un adolescente, no cometería el mismo error que su Vieja. Aguardó un instante y empujó lento la puerta. Entró y se quedó parado, hizo un repaso mental de lo que tenía para decir: hablemos como hombres, culpa de mamá, estoy yo.
Miró el cuarto desordenado, la batería de hojalata le perforaba los tímpanos, la foto colgada en la pared de un grupo de chicos abrazados con los ojos pintados, se quedó en eso, ojos pintados. Lou Red, también se pintaba y hasta Sid Vicius.
−Marquitos −Marquitos no, Marcos, Marcos, volvió a reprocharse −quería… hablar con vos.
−¿Qué pasa papá?
−¿Podés bajar la música?
Marcos apuntó con el control remoto y bajó sólo un poco, dos apretadas del botón. Quiso abstraerse y seguir hablando pero no pudo, hizo un nuevo paneo por la habitación, buscó el poster de Banfield que le había regalado, ya no estaba, no lo encontraba, se detuvo en el pelo engominado de su hijo peinado hacia un costado, tirante, excesivamente tirante, brilloso, bien oscuro, ¿se había teñido? Marquitos, ¿te teñiste?, le hubiese querido preguntar ¿No te da vergüenza salir así a la calle? ¿Sos puto? Marquitos, ¿sos puto?
−Marcos, ¿todo bien?
−Sí, papá, todo bien.
¿Estaría bien decir no confundas libertad con libertinaje? La culpa es de tu madre, hablemos como hombres, yo te acompaño, así le tendría que decir: yo te acompaño.
−¿Querés contarme algo?, Marcos, te escucho.
−No, papá, no tengo nada que contar.
Te vieron, eso tendría que decirle, te vieron de la mano de un hombre, decímelo todo ahora, es mejor la verdad por más dura que sea, yo te voy a ayudar, para eso soy tu papá.
−Papá, ¿Me cerrás la puerta?
−Sí.

¿De dónde salen los gatos? (el Gusti)


           Gatos. La humedad del Nilo se sentía hasta en los huesos. De repente un grito llamó la atención de Radcliffe, el arqueólogo a cargo de la investigación. Corrió por el túnel siguiendo el llamado del eco. Venía de la excavación más profunda. Seguramente otro derrumbe y más muertes en el equipo. Cuando entró al sitio, sus ojos se abrieron junto a sus fosas nasales. El excavador observaba la bóveda en silencio: miles de cuerpitos tiesos con las orejas puntiagudas, gatos secos, entrelazados, embalsamados. Al costado una momia a medio enterrar recubierta de oro.

            Gatos salvajes. La lluvia torrencial pegaba en la cabeza del joven Hanif. Miraba como a los lejos un grupo de niños perseguía con palos a un felino salvaje. Sonreía recordando con nostalgia cuando de pequeño también se divertía matando gatos con un palo. La bandada de niños corría desaforada debajo de la tormenta. Desde la distancia arrojaban piedras que distaban de acertar en el objetivo, el felino se había escabullido entre las palmeras. Hanif sintió un mareo y parpadeó. Los chicos desaparecieron. Giró el cuello para contemplar el desborde del río.
            Cocodrilos. El agua avanzaba junto a los lagartos que flotaban juguetones, se sumergían para luego desaparecer. Al rato uno de estos dragones caminó por el fango y frenó su marcha. Hanif observaba a unos cincuenta metros el rebalse del río. Miró y tragó saliva. En la lluvia estos animales parecían más grandes de lo habitual. Se detuvo en los ojos de uno que posó en una roca. Redondos, penetrantes, fríos. Se esforzaba aunque no podía calcular con precisión el tamaño del animal, la cola se perdía en el agua. El joven debía aguardar su turno. No podía dejar vacío el lugar sagrado, había sido encomendado a la diosa Nut. El pueblo le agradecería por las lluvias que fertilizarían las tierras del dios Geb. Sonaría el corno y el joven cerraría los ojos para viajar al más allá, al mundo de las ánimas. Y la tormenta no cesaba. Los sacerdotes habían profetizado que la diosa Nut estaba de su lado y que los ayudaría por la tristeza que le provocaba las hambrunas y las pestes que diezmaban al pueblo del delta, por la sequía que sufrían las tierras de su hermano Geb. En la ofrenda, el pueblo egipcio recordaba la tragedia de haber nacido humanos. Parecía que la lluvia no cesaría jamás y que la diosa Nut haría todo lo posible para remediar el padecimiento. Y en el diluvio los cocodrilos se habían multiplicado. Se empujaban, saltaban, rotaban y se mordían para calmar la voracidad. Y las tierras secas se inundaron para llenar sus grietas, se volvieron pantano. De repente, en el horizonte asomó el arco iris abriendo camino al sol-fuego que como melena de león evaporaría la lluvia. La sofocante energía solar se había convertido en una guerra despiadada del cielo. El encomendado joven Hanif le suplicaría al dios Osiris que contenga la sequía de la maldita diosa Sejmet, aquella que por su naturaleza conflictiva necesitaba batallar también en tiempos de paz, inclusive librando la guerra con el mundo egipcio. La insubordinada diosa Sejmet evaporaría el agua con su fuego abrazador, para que luego llegue la escasez de granos y la inevitable guerra humana. Y con el panteón en conflicto la vida del pueblo egipcio estaba en peligro, se avecinaba el hambre y la miseria. Ya casi no había plantaciones en los márgenes del Nilo para alimentar al faraón y a los sacerdotes. Y Hanif sintió una rara sensación, el brebaje hacía su efecto junto al miedo. El animal hambriento comenzó a acercarse con el paso decisivo de los dioses. El joven le diría a Osiris que contuviera la maldita sequía de Sejmet, que detuviera la hambruna que sufría su pueblo. Se despertó de su letargo cuando el lagarto se le abalanzó desde el costado. Hanif esquivó el mordiscón. Escuchó el chasquido entre el aire y la cortina de lluvia. El vapor le quitaba visión y el pánico se apoderó de él. Retrocedió contrariando a su destino. Corrió por el barro pero se detuvo ante otro lagarto que nació del lodo. El agua le llegaba hasta el tobillo. Le temblaba todo el cuerpo, estaba rodeado. Avanzó para cruzar al único islote de tierra que se había formado con la inundación. Y La lluvia de Nut seguía con más intensidad, subiendo hasta las rodillas del joven. Vio la sequedad en los ojos del lagarto que cuando se sumergieron generaron vapor. Solo sintió el nado que lo rodeó, luego la sangre y el remolino descendente. Lo que más le dolió fue el primer mordisco en la pierna. El brebaje que había tomado lo convirtió en un gato salvaje que esquivaba los palazos y las piedras. Pero el último piedrazo lo alcanzó. Pestañeó largo y cuando abrió los ojos vio la sangre teñir las aguas marrones del río que devinieron en violeta. Sintió el segundo tirón y el desgarro pero no cayó. Desafiaba para que se concrete su destino, decirle a Osiris que contenga al sol-león de la diosa Sejmet y congracie el diluvio de la diosa Nut con las tierra secas del dios Geb, decirle acerca de la necesidad de su pueblo. El tercer hachazo lo tomó de sorpresa en el estómago. Sintió otro desprendimiento y con las dos manos contuvo las tripas. No se animó a mirar. Cayó al agua y luego el mundo dio vueltas. La cuarta contorsión fue la más sangrienta y la que menos dolió. El final del cuerpo ofrendado se hallaría en el fangoso fondo del río, donde vivenció la presencia de Sobek, dios del Nilo, conversando con el dios de la tierra Geb. En su último parpadeo, a lo lejos discutían las diosas Nut y Sejmet con el gran dios Osiris que exigía una tregua con el pueblo egipcio. Lo que afligió a Hanif, mientras sonaba el corno de fondo mezclado con lluvia, fue que la divinidad del agua Anuket no se había hecho presente en la escena.
            Buitres. El brujo Zahur apareció en el salón dorado con unos papiros debajo del brazo. Había trabajado toda la noche en el templo sacerdotal. Ingresó para hablar con el faraón Menes y su séquito de consultores religiosos. No llevaba adornos, eso ofendería tanto a los sacerdotes como a los dioses, también al divino Faraón Menes, hijo adorado del panteón reconocido por el pueblo egipcio. La convocatoria era urgente. La reunión excepcional se debía a la pronunciación del oráculo. Aparecía la imagen de la divinidad del agua Anuket nadando en un día soleado. Mientras tanto, los pájaros negros habían venido del oeste y revoloteaban la gran pirámide en construcción. En silencio, el brujo Zahur transmitía con el seño fruncido una rara sensación. La situación política del imperio se había tornado grave. La cosecha había sido nula y solo contaban con los tributos de los pueblos conquistados. Inclusive los sacerdotes, la corte y los altos mandos militares debían hacer concesiones de ración alimenticia, el pueblo no ingeriría ni un solo grano de trigo. Los buitres posarían en el templo sagrado. Morirían esclavos y ancianos. Y el problema sería inminente. El descontento del ejército provocaría el estallido social. Y el brujo Zahur desplegó el papiro y mostró al consejo sacerdotal las imágenes del oráculo. Las cabezas asintieron. De inmediato el murmullo en el salón. Luego un consejero susurró al oído del faraón que después de aferrar su barba también asintió con la cabeza. Al poco rato los esclavos cavaban con sus manos alrededor del río. Muchos caían agotados para ser alimento de los buitres. Pero la mayoría continuaba trabajando sintiendo el rigor del látigo. Y en sus uñas llenas de arena nacía la esperanza del imperio. Desde los márgenes del río se construyó un canal acuífero que descansaba en un dique, y que luego continuaba extendiéndose hacia la inmensidad del desierto como un punto de fuga que se perdía en el horizonte. Y el día que volvió la lluvia de la diosa Nut, el faraón Menes le sonrió a su bella esposa real. Y los sacerdotes replicaron con plegarias. La diosa Anuket recibía el agua en el incipiente canal, se había congraciado con el imperio. La lluvia había dado paz al panteón. El agua corrió hacía el desierto refrescando las tierras del dios Geb. Y Osiris ofrecía un sol cálido al dios Sobek, divinidad del Nilo. Y los ejércitos pincharon las plumas negras que volaron para replegarse en las sofocantes cuevas de la diosa Sejmet.
            Egipcios. Se cuadriplicaron las cosechas y los granos de trigo llenaron los depósitos de reserva. Y el faraón Menes se despertó sonriendo, había que ofrendar a los dioses. El brujo Zahur se presentó ante los sacerdotes consultores para dar otro mensaje del oráculo. Caminó en silencio hacia las autoridades. Sus pasos resonaron en el templo. Le murmuró al oído y se escuchó borroso el eco del secreto. El faraón Menes frenó la construcción de la gran pirámide para enviar a los viejos súbditos del imperio a construir más almacenes de granos. También envió a los nuevos esclavos traídos de las recientes batallas, a los comerciantes y artesanos, inclusive a las reservas del ejército, decretó que todos los habitantes debían ir hacia los márgenes del río a construir canales de riego. El escriba anotaba que las tierras fértiles del dios Geb se habían multiplicado y que los dioses se habían amigado con la diosa Sejmet, que había paz en el panteón. Lo único que no escribía con precisión era la existencia de la cantidad de toneladas de granos. Anotó que había que ofrendar a la gracia del gran dios Osiris. Pero la construcción de almacenes estaba retrazada y montañas de granos de trigo se quemaban al aire libre. Y ante el consejo del brujo Zahur, el faraón Menes propuso otra ofrenda al dios Osiris para que deje sin efecto la reaparición del fuego que escupía la diosa con cabeza de león Sejmet. Durante años la construcción de la gran pirámide se encontró detenida. Todos los esclavos estaban dedicados a la construcción de almacenes. El ejército retiraba los cuerpos de los desvanecidos y fallecidos. También lanceaban a los pájaros de la muerte de la diosa Sejmet, batalla difícil para el pueblo egipcio. Con el tiempo los granos lograron conservarse en los depósitos. Millares de toneladas de trigo se acumulaban como tesoro del imperio en expansión.
            Ratas. Se acercaron todas las de los pueblos conquistados del desierto. Se las veía por doquier. Nacían debajo de la tierra y desde el corazón de los granos. Corrían mordiendo cada alimento que yacía a su alrededor. Llevan el trigo a sus cuevas y se multiplicaban. La diosa Sejmet comenzaba otra micro batalla. El brujo Zahur vio una imagen mística en el oráculo y los sacerdotes convocaron a otra reunión en el templo sagrado para instruir al faraón Menes. El brujo Zahur caminó en silencio y susurró al oído de la divinidad faraónica. Otra vez Sejmet que no los dejaba en paz. La mujer con cabeza de león maldecía sobre el imperio. El faraón Menes ordenó sumar al ejército las tropas de reserva para que ataquen a su peor enemigo: los roedores. Ante la directiva, el ejército se mantuvo encolumnado en la puerta de la pirámide mayor. Los almacenes estaban depredados y el hambre retornaba provocando la revuelta esclava. El brujo Zahur se acercó al oído del faraón Menes y aconsejó. El divino faraón gritó: sacrificio. Y ofrendaron al dios del Nilo Sobek y a todas las deidades del Panteón, inclusive a Sejmet, jóvenes egipcios, carne humana para que se sacien las ratas y que se alejen de sus tierras. El imperio necesitaba que se vuelvan a llenar los graneros. Al día siguiente se produjo otra entrega, miles de vírgenes fértiles a las aguas del Nilo de la diosa Anuket para se multipliquen las cosechas y que se detenga el maleficio.
            Deidad felina. La ofrenda no conformó a la diosa Sejmet y la ciudad de Bubastis continuaba sitiada por las ratas que no daban tregua. Morían ensartadas por las lanzas pero al instante nacían como racimos de uva en las cuevas de los almacenes. Inclusive la población de roedores aumentaba. Y ante los mordiscos la rabia comenzó a expandirse como un rayo entre los soldados. Caían a la par de los roedores. La sedienta diosa Sejmet se regocijaba en escena. Y el ejército retrocedió hacia los márgenes de Nilo. Desoían las órdenes del faraón Menes. El brujo Zahur no pudo mediar y se encerró en el templo para reunirse con los consejeros sacerdotales. El ejército avanzaba ahora silencioso para destronar al faraón Menes y a los sacerdotes que enojaban a la diosa Sejmet. Debía correr sangre divina para que los dioses se congraciaran con el pueblo egipcio. Millares de lanzas apuntaban al cielo a cargo del capitán Hamadi que se encontraba en diálogo permanente con el dios Osiris, el único dios capaz de poner orden a la situación. Las miradas avanzaban abstraídas hacia el horizonte piramidal. Los pies caminaban en el suelo alfombrado de roedores. La entrada al templo daría comienzo al solsticio de estío. Osiris neutralizaría la sequía y los roedores de Sejmet. El caos se pronunciaba donde los enfermos y los niños se acercaban al templo para morir alrededor de la ciudad sagrada. La peste diezmaba ahora a toda la población. La destrucción del imperio era inminente. El brujo Zahur visualizó en el oráculo. Desapareció una hora y luego volvió para hablar con el faraón Menes. Ante la mirada inquisidora del consejo sacerdotal, se acercó en silencio con una bolsa que se movía descontroladamente. Le susurró al oído y sostuvo la bolsa firme frente a los ojos del faraón. Con la otra mano aferraba la cuerda que la ataba. El faraón Menes se paró transpirado y cuando estaba a punto de reunir al consejo de sacerdotes, el brujo Zahur se le anticipó. Sacó de la bolsa y aferró el lomo de un gato salvaje que mordía la mano del brujo. La sangre chorreaba al suelo mientras las patas traseras del felino arañaban el pecho desnudo del hechicero. Era la hora de pedirle una tregua al panteón. Osiris estaría de acuerdo. El consejo de sacerdotes asintió luego que el brujo Zahur susurró al oído del faraón Menes. Este también asintió con la cabeza. Se llamó de inmediato al capitán Hamadi. Luego de la reunión el ejército se retiró hacia el oasis de Bubastis, bien adentro del desierto.
            Diosa Bastet. Todos los esclavos, comerciantes, artesanos y el ejército buscaron con fervor a los gatos salvajes y les dieron de comer de su mano. La ciudad de Bubastis domesticó a millares de felinos. Aquellos que los fenicios vendían como juguetes para las prostitutas vírgenes en los mercados del puerto. Y se tiró el tótem de cobra que se había construido al costado de la gran pirámide. Y con sus escombros comenzó a construirse el tótem de la gran diosa Bastet, divinidad felina, que cuando se enojaba también se transformaba con cabeza de león como la maldita Sejmet, pero Bastet, enemiga de las serpientes y roedores, era la señora del este poseedora de la calidez y fertilidad del sol. Absorbió la mala energía de Sejmet y la neutralizó. Y la cabeza de león la convirtió en cabeza de gato y así formó el gran ejército de felinos domésticos que vivían en los almacenes cazando y alejando a los roedores. El excedente de granos de trigo fue la prueba que los dioses del delta se habían congraciado con el imperio egipcio, alimentando a los ejércitos que dominaron el Nilo durante miles de años.