miércoles, 1 de mayo de 2013
Mis días mezclados (Eli)
La casa que
compartimos con mi hermano durante varios años era la de mi abuela. La habíamos
heredado cuando éramos muy jóvenes aún. A los 20 míos y 18 de él nos fuimos a
vivir solos allá. Creíamos que estábamos en el paraíso, nadie nos controlaba,
nadie nos decía lo que teníamos que hacer. Comíamos cuando queríamos y lo que
queríamos. Durante varios días quedaban los platos sin lavarse y a ninguno de
los dos nos importaba. Nos daba lo mismo. El día que empezaba a surgir el olor
nauseabundo desde la pileta de la cocina, lavábamos lo que hubiera. Creo que la
mayoría de las veces lavaba yo, o ese es mi recuerdo hoy. Mi hermano barría.
Siempre lo hacía de la misma manera y sobre el mismo recorrido, nunca un
centímetro más.
Con el paso
del tiempo me di cuenta que el desorden constante empezaba a molestarme.
Entonces iba resolviendo en silencio cuestiones domésticas vulgares. Vulgares
porque siempre les resté importancia y estaba convencido que solo era tarea de
mujeres. Si bien no tengo ningún recuerdo de mi mamá ordenando o limpiando el
baño, sabía que esas cuestiones eran obligación de ella y de nadie más. Pero
viviendo con mi hermano descubrí que la casa tenía que ser mantenida. Yo no
quería hacerme cargo, pero tuve la sensación de que él menos que yo. La ropa iba acumulándose en el mismo lugar
donde se la sacaba, las tazas quedaban en el punto exacto donde había tomado su
café.
Trato de
recordar y creo que cuando empezó a venir Laura a casa todo esto comenzó a
molestarme. Discutíamos por esto pero también por aquello. Cualquier motivo nos
llevaba a gritarnos. Igual, debo reconocer, después de tanto tiempo, que mucho
más me molestaba llegar a casa y encontrar a mi novia tomando mates con él,
sonriendo, charlando, se los veía bien juntos. Ella me decía que hacía más
rápido si iba directo a mi casa y me esperaba ahí. Decía que como le quedaba
más cerca era una mejor opción. Nunca lo entendí así.
Las
abundantes lluvias de dos primaveras seguidas fueron comiéndose la pared de la
habitación donde yo dormía. La humedad
avanzaba en forma de globos o tiñéndose de verde a medida que pasaban
los días. Hoy pintamos, le repetía una y otra vez a mi hermano. Creí que su
actitud sería otra. Creí que, como estaba sin trabajo, iba a arremangarse y me
iba a dar la sorpresa de tener todo terminado para mi vuelta de la oficina. Creí
que, como siempre me pedía plata y yo se la daba, éste podía ser un gesto de
devolución o agradecimiento. Creí, que iba a ver los tarros de pintura, que yo
había comprado, vacíos. Creí que iba a llegar a casa un día e iba a sentir olor
a pintura fresca. No. No solo esto no sucedía sino que su escena con Laura se
repetía. Y así, mis dudas más primarias, mis grietas interiores, mi fuego
oscuro, iban en aumento.
Recuerdo muy
bien el fin de semana que decidí pintar. No sé a dónde se iba mi hermano, me lo
dijo pero hoy no me acuerdo. Laura tampoco iba a venir a verme, tampoco
recuerdo por qué. Decidí pintar. Empecé por las partes más hinchadas. Tocaba y
se salía un pedazo de pared. No me
gustaba el olor a humedad que se desprendía, no me gustaba el olor que venía
desde la cocina.
Hoy me
esfuerzo y veo imágenes pero el orden cambia y no estoy seguro qué sucedió
primero y qué después. Sé que al tocar la pared se desarmaba. Sé que se iban
haciendo huecos. Sé que en algunos huecos había plata. Supuse que mi abuela la
habría escondido. Sé que seguía rompiendo la pared y seguía encontrando más
plata. Sé que en algún momento llegó mi hermano. Creo que era de noche. No
estoy seguro si me ayudó a seguir rompiendo. No estoy seguro en qué momento
empezó a gritarme que esa plata era también de él. No estoy seguro si la nombró
a Laura. No estoy seguro si lo vi con una herramienta en la mano. Eso fue lo
que declaré. Sé que le di con la masa en la cabeza. No estoy seguro si quise
matarlo. Eso no fue lo que declaré. Dije que me defendí. Dije que me estaba
golpeando. No estoy seguro si él me golpeó o yo luego de verlo en el piso me
golpeé a mí mismo para poder decirlo. No sé. Hasta que llegó la policía tuve
tiempo de esconder la plata. Toda. Solo yo sé dónde está.
Estas rejas
que tengo adelante me dicen todos los días “mataste a tu hermano”. Me dicen qué
cosas sucedieron y qué cosas no. Me cambian el orden. Algunos días recuerdo
algunas situaciones y otros, otras. Los olores y las imágenes se mueven y
cambian. Me esfuerzo por no recordar pero vuelven una y otra vez. Pero todos y cada uno de los días que paso en
este lugar, le digo y le repito yo a las rejas: que ya no tengo que ver a Laura
sonriendo con mi hermano y el lugar exacto y preciso donde escondí esa enorme
cantidad de billetes.
Eliana Barriga
Abril 2013
Hace falta una mano de pintura (el Hueso)
Juan buscó el control
remoto, se le había perdido entre los pliegues de la frazada que usaba para
cubrirse las faldas. Se levantó y lo vio caído, de costado entre la unión de
los almohadones del sillón. Se había cansado de escuchar las mismas noticias en
la tele que se repetían una tras otra. Me voy a dormir, pensó. Mañana tengo de
todo, averiguar para anotarme en la facu, retomar guitarra, aunque si Mariana
me da una oportunidad termino en un telo. Piensa y sonríe. Si estoy corrido de
fecha en la facu me anoto en teatro, siempre me gustó, no sé si me bancaré la
exposición pública pero si no pruebo no lo voy a saber nunca. Nunca, grita,
mira la hora y se tapa la boca. Casi las tres de la mañana, titila el reloj
digital. Uy, mañana no me despierta ni Dios y tengo tanto que hacer. Antes de
apagar la tele, voy a buscar cómo salió
Federer.
Presionó el uno y el
ocho en el control remoto. Dos presentadores hablan de fútbol. Espera, cambia
al canal siguiente y al otro. Da una vuelta por todos los canales. Deportes,
películas, periodísticos, se queda mirando como cocinan pato a la naranja en
una estancia. Sigue cambiando de canales. No sabe cuántos tiene porque a veces
salta de un número a otro perdiendo la correlatividad. Para poder dar la vuelta
completa tiene que sobrepasar el canal ciento diez. Se queda en uno de los
últimos, una escena erótica. Le gusta, se olvida de Federer. Se excita con la
chica que gime.
Son las tres y cuarto de
la mañana, prometí llegar temprano. Qué importa, mañana me despierto. ¡Basta!,
hoy no, repite.
Busca el control remoto,
otra vez lo perdió. Mira si está sentado encima, a los costados, si quedó
oculto sobre el tapizado oscuro del sillón. Da una nueva vuelta rápida por
todos los canales, no le lleva más de diez minutos. No hay nada, piensa y se
convence en apagar. Antes podría lavarse los dientes y apagar las luces de la
casa, la luz del televisor le serviría para poder moverse dentro del
departamento sin tropezarse. Deja un canal de música. Un rapero propone un
levantamiento armado con fusiles o palos. Chicas en malla mueven los pechos, brazos
seductoramente extendidos a los costados hacen sutiles círculos. Nunca le gustó
el rap pero no puede dejar de mirar a las chicas por detrás. Suben y bajan en
movimientos lentos. El rapero se encuentra por delante, remera de Los Angeles
Lakers, muchos collares. Se detiene en la gorra puesta de costado, con la
visera corrida. Qué moda tan absurda. Habían vivido
algunas así: Fido Dido… ¿Dónde quedó la remera? Collares con arandelas de latitas
de Coca. Jopos bien levantados con spray, gomina, jabón o lo que hubiese a
mano. No puedo seguir perdiendo el tiempo. Tengo que acostarme de una vez.
Busca la pasta de dientes
y el cepillo. Aprieta el pomo despacio y pone un poco en las cerdas. Se mira en
el espejo. Se acomoda los pelos hacia arriba, intenta hacer aquel jopo de antes.
Sus ojos están rojos, irritados. Tira la piel hacia abajo con el dedo índice y lleva
las pupilas hacia arriba, miles de venitas enrojecidas. ¡Se acabó! mañana llamo
al curso de fotografía. Organizo las fotos de animales y busco algún concurso en
donde pueda enviarlas. Se convence, sale del baño derecho con el objetivo de apagar
la tele. Se recuesta en la cama. Mañana tengo tanto que hacer, me tengo que
dormir. Pone el despertador a las ocho de la mañana. Sujeta la almohada y
cierra los ojos.
Me tengo que dormir.
Mira otra vez el reloj,
las cuatro menos cuarto. Me tengo que dormir.
−Siempre lo mismo con
vos, ¿no?
−¿Quién dijo eso? −dice Juan
sobresaltado e incorpora su cuerpo, mira hacia la otra sala.
−Yo, ¿quién va a ser? Ahora si podés, ¿me
sacás la mano del cuello que me dejás sin aire?
−¿Almohada? −pregunta y
retira la mano como si se hubiese quemado.
−Juan, decime Mullido o
Mulli que ya nos conocemos.
−¿Sos una almohada?
−dice Juan con voz temblorosa.
−Sí.
−¿Me habla mi almohada?
−¿Y qué? ¿Sólo la tele
te puede hablar? Ella habla y vos escuchás como pavo. Yo te dejo que me contestes…
Mullido y Juan se miran.
Juan refriega sus ojos, que quedan más enrojecidos, y se rasca la cabeza.
Mullido quisiera hacer lo mismo pero sus brazos son tan cortos y no tiene
cabeza ni ojos.
−Escuchame una cosa Juan,
¿otra vez te planteás mil boludeces para hacer al día siguiente y después no
hacés nada?
−Mañana cambio, te
prometo.
−Pero si ni siquiera te
podés levantar, Juan, no te mientas.
−Es que me colgué con la
tele.
−Juan, no es eso. Tenés
miedo de acostarte. Me tenés miedo porque a mí no me podés mentir. No querés
arrancar el día. Es eso, Juan, no querés arrancar.
−Dejame dormir y vas a
ver cómo arranco.
−¿Te hacés el ofendido?
−No, pero dejame dormir
y vas a ver.
−¿Qué voy a ver?
−Que mañana me levanto y
la encaro a Mariana.
−Juan, no lo vas a hacer.
−Sí que lo voy a hacer.
−No lo vas a hacer ni a
palos.
−Te apuesto.
−¿Qué apostamos?
−Si lo hago y la traigo
acá, vos te das vuelta y no espías, y sino…
−Si no te pintás la casa
que se está descascarando todo. Me caen cachos de pintura y en cualquier
momento se me viene un revoque encima.
−Trato. Dame esa manito
cortita y hagamos el pacto de caballeros. Ahora dejame dormir que mañana tengo
mucho que hacer.
Mullido se despertó solo,
Juan ya no estaba. ¿Cómo le habrá ido al flaco?, se preguntó bostezando. Las
horas corrían, él hacía sus flexiones de brazo. No puedo estar tan flaquito casi
sin volumen. Se dio una ducha en el lavarropa y se secó al viento frío y al
secador de pelo. Estiró bien sus plumas. Las agitó todo lo que pudo, pero no logró
levantar más vuelo que un metro. No hay duda, las plumas son de gallo, al flaco
lo chamullaron que eran de pato. Escuchó el ruido de las llaves y se volvió al
cuarto. Miró por la cerradura. La puerta de entrada se abrió, vio a Juan con
dos tarros de pintura. Que cagada, el flaco no se animó. Otra vez no se animó,
pensó y se mordió una garrita que le habría quedado de cuando aún sería gallo,
quizás de riña. No lo voy a gastar, pobre Juan. ¿Con quién habla? Mullido vuelve
a mirar por la cerradura. Una chica trae brochas y pinceles.
−Gracias Mariana por
ayudarme a pintar −dice Juan, mira la puerta del dormitorio y frunce las cejas
porque sabe que Mullido lo está espiando y no fue en lo que quedaron.
La pintura (Gaba)
Se me cayó todo el tarro de
pintura en el piso de madera, se derramó la pintura blanca porque cuando
sonó el teléfono me apuré a bajar las escaleras y el tarro se me cayó desde
arriba. Lo tenía enganchado en un clavo, cuando lo puse pensé, se puede caer, pero
no me importó. Ahora sí me importa, la pintura me salpicó los muebles,
aunque los había tapado con sábanas en
la parte de abajo no estaban protegidos y la mesita ratona quedó con las patas
salpicadas de blanco. Igual atendí el teléfono a tiempo, pensé que era él,
finalmente, el que llamaba, pero no, era de telefónica para ver si quería
comprar un pack de internet, por poco le grito cuando le dije que no, que ya se
los dije 10 veces que no llamen más. Traté de limpiar las patas de la mesa con
un trapo, después traje el balde y una esponja y como era látex la pintura
salió bastante por suerte, el piso quedo con un tono blancuzco, como nublado,
tendría que lijarlo. Las patas de la mesa también, pero se marcaron más las
gotas, que se secaron un poco cuando hablaba con telefónica y después mientras
limpiaba el piso. Tendría que haber dejado que sonara el teléfono, que
atendiera el contestador, si total, nunca llama nadie además de telefónica, y
él en realidad ya no creo que llame, es que yo me ilusiono y corro al teléfono
al pedo. Quise seguir pintando pero no me quedaba mucha pintura, me hice unos
mates y decicí ir a comprar más a la tarde, creo que abre la ferretería a las
tres, a pesar de ser sábado, o a las cinco. La tele estaba prendida, por suerte
no la salpicó la pintura, y con los mates me vi de nuevo la serie de la ley y
el orden, era el mismo capítulo de ayer, pero no importaba, yo mientras pensaba
en otra cosa, pensaba en él, cuando salimos, como nos miramos tomando una
cerveza en el bar, y él hablaba de todo, yo lo miraba y pensaba en cómo sería
besarlo, en que debía ser medio aburrido por esa forma pausada de hablar y no
escuchar, en que igual era bastante buenmozo, en cómo estaría la nena con la
abuela en casa, habrá comido. Y sin embargo me gustó, cuando nos íbamos
caminando me besó y quedamos en llamarnos, pero yo no llamé, en parte porque no
me gusta andar llamando a los varones, me parece que me regalo, o que va a
pensar que estoy desesperada, y además, no sé, porque un poco me aburre la rutina
de conocer a alguien nuevo, otra vez, debe ser que tanto no me gusta, otra vez
arreglarse, sonreír, tratar de entender a otro y que te entienda o por lo menos
que te escuche, y después, con el tiempo, que te pida demasiado, que te exija y después se queje
porque no le cocinás o algo y sólo querés un novio, salir un poco a divertirte,
y que ya somos grandes, él ya no está para esas cosas...
Noventa y dos (El Gusti)
Aquí, al lado de la puerta estará
bien. ¿Dónde está el mozo? ¿Por qué no viene? Estoy como pintado, qué
casualidad, ¿será porque hoy pintamos la casa? Qué lindo cuando la familia
decide renovarse. Sentir el olor a esmalte, a agua ras, hasta el olor a la
cerda del rodillo me encanta, ¿por qué se da vuelta señor?, bueno le cuento a
usted señora. Hasta el pequeño Juan ayuda. Es encantador. Entra y sale
desarreglando el nylon que puso mi hijo Juan para que la pintura no manche el
parqué. Y tan solo tiene dos años, ochenta menos que yo. Bueno señora pero
tampoco para que me ignore de esa manera,
pero ¿dónde está el mozo?, da igual. A este bar le tenía ganas desde
hacía rato pero lo que determina la agenda es sagrado. Y que este mozo no se
confunda, yo no estoy al pedo, el tiempo de un jubilado no es demasiado, es estratégico.
La gente piensa que porque tenemos más tiempo ocioso pueden disponer de
nuestros momentos a como se le de la gana. Ahí se acerca. Hola, sí, mire como hoy
pintamos la casa voy a pedir algo un menú especial. Por toda mi gran familia y
yo, bueno en realidad yo… ¿Que qué me sirve? Ah, sí claro, disculpe. Me imagino
que usted tanto como yo y todos no nos es conveniente perder el tiempo. La
carta, está bien, ahora lo llamo. Claro, qué le va a importar lo que un viejo
pueda contarle. Igual que el mozo del bar de acá a la esquina, cero paciencia
tiene. Aunque me parece que ya nadie tiene respeto: que correte, que eso no lo
toques, que cuidado con el tarro de pintura. Sí! Una galletita y una velita que
hoy es mi cumpleaños ochenta y dos. ¿Que me conservo bien? ¡Ah gracias!, y sí,
soy de cuidarme, por ejemplo cuando mi nuera decide pintar la casa salgo a
caminar para no aspirar el tóxico. Bueno en realidad ese es el consejo de mi
hijo Juan. Ahora por favor tráigame una copa de su mejor champaña. Y cuando
vuelva le sigo contando, que en realidad no pintamos la casa, pintaron la casa,
es decir, mi hijo Juan, Marisa y el pequeño Juan. ¿Qué se piensan que no puedo
ayudar?, ¿que voy a patear un tarro de pintura?, ¿que salga a tomar aire porque
la pintura es dañina para mi edad? tengo ochenta y dos años, soy jubilado, no
boludo. Pero ya me van a escuchar cuando llegue. ¿Qué cuántos años dije que
tenía?, ¿sesenta?, ah no, tengo ochenta y dos. Gracias mi hijo, a sí, sí, usted
es un buen chico, vaya nomás que se le va a juntar la gente y el hombre con
cara de dueño se le va a enojar. Ah, pero qué rica champaña. Un deseo?, ja, lo pediría
si fuera mi cumpleaños, pero no lo es, así que soplo y como la galletita. El
mozo otra vez dado vuelta, también él contra los jubilados, chau, es mi
oportunidad. Con este paso me van a alcanzar enseguida. Al final se van a dar
cuenta que tengo noventa y dos o peor aún, parezco de ciento dos. Detrás de ese
árbol estaré a salvo. Qué gracioso, ahí
están: el mozo con el hombre con cara de dueño. El dueño vuelve a esa roñosa cueva.
El mozo con el trapo en el hombro trota hacia la esquina, Ja ja. Qué ilusos,
creen que pueden derribar toda la experiencia de un jubilado. A ver mi agenda.
Siempre ordenada como corresponde. Con este lugar liquidé la “G”. Ahora sigue
la “H”. Hay mi espalda!, cuántos achaques. Suerte que mi agenda marca el bar de
“Horacio” que está ahí enfrente. Buen itinerario me hice. Aquí al lado de la
puerta estaré bien. Hola mozo ¿sabe que hoy pintamos la casa?, a sí disculpe,
ya sé que está con prisa, le encargo: una galletita pero por favor traiga una
velita de cumpleaños que hoy es mi cumpleaños ochenta y dos, por último, una
copa de su mejor champaña y sí, hoy es mi día, si no me doy los gustos en vida
¿cuándo me los voy a dar?
El Gusti
EL ÁNGEL (Estela Varela)
Miró satisfecha el resultado: habían terminado
de pintar la sala de un color celeste cielo. “¿quedó lindo, no?, le preguntó.
Él limpiaba los pinceles, levantó la vista, observó primero la pared y luego a
ella “ajá” contestó. “¿No te gusta?” Había reproche en la voz. “y, no sé, es un
color raro, yo no lo hubiera elegido”. Ella suspiró, no quería empezar una
pelea “y, bueno, el celeste es un color que serena, como cuando contemplás el
cielo o el mar, y además estaba de oferta” le dijo y dio por terminada la
charla.
Ella volvió a examinar las paredes, le gustaba
y resolvió no volver hablar del tema.
Una mañana, casi dos meses después, mientras
desayunaban, vio algo extraño: una mancha negra sobre la pared recién pintada que
daba a la medianera. “Mirá ahí” le dijo a su esposo que leía el diario mientras
tomaba su café, “¿Dónde?” Preguntó, “ahí, ahí, veo como una sombra”. Él se
acercó y miró, pasó la mano por la pared, “yo no veo nada” si, si, insistía
ella, ahí”. “Me parece que es la sombra de la lámpara”, resolvió él sin mucha
convicción.
Al día siguiente, ella insistió con el tema “sí,
hay una mancha”, “seguro que hay humedad” le contestó él y tuvo que reconocer
que quizá ella tenía razón, había comenzado a ver la mancha color humo que se
extendía.
Durante la semana se dedicaron a controlar los
cambios en la pared, ya no era un cielo límpido ahora parecía que una nube
tormentosa se extendía amenazante. Y una noche mientras observaban con
detenimiento la mancha, ella comentó, “parece un ángel, mira ahí están las
alas” “es humedad”, dijo él con escepticismo, “menos mal que quedó pintura, mañana
lo vuelvo a pintar”, ella reaccionó rápido “no, no, esperá, quiero ver que
pasa”.
Él aceptó, era un mejor programa mirar el
partido que volver a pintar el living.
Ella ahora estaba segura, veía un ángel, era
una figura difusa que se recortaba en un tono grisáceo sobre el fondo celeste, y
las alas ya dibujadas comenzaron a acentuarse con más nitidez, día a día había
algún cambio. Una mañana distinguió el rostro, y se lo dijo, “mirá jorge, ¡le
ha crecido el pelo!” El la miró
incrédulo, “si” dijo “la mancha crece, que bajón, antes no había humedad, y
ahora…” ella estaba convencida que no era humedad, “no sé, esto es algo
místico, porque es un ángel”, “estás loca mañana lo pinto y listo”. Ella se
opuso, “no, dejémoslo como está”.
Ella comenzó a
levantarse durante las noches para descubrir los cambios en la pared, no
quería que sucedieran sin que los notara. Entonces aparecieron las manos, ahora
distinguía los dedos finos en el gris antes celeste. Ella se acercaba y lo
acariciaba. Un día le pareció que el ángel había abierto la boca, y se lo dijo
a Jorge: “será que quiere decirnos algo”, él se asustó: “esto es un delirio, Celeste”,
le dijo, “supongo que me estás haciendo una broma”. “No, no” contestó Celeste, “yo
lo veo, es extraño, pero está ahí, apareció”, “es humedad” insistió él. No
querían discutir así que la conversación quedó inconclusa. Pero luego, mientras
cenaban, resolvió: “mira, Celeste, mañana lo volvemos a pintar”. Celeste se
preocupó y negó terminantemente, “no me saques el ángel” gritaba. El se quedó
sorprendido antes esa reacción y pensó que la situación se había puesto muy
rara. No hablaron más del tema. Al día siguiente cuando Celeste regresó del
trabajo, abrió la puerta y no podía creer lo que veía, la pared había vuelto a
ser celeste claro, límpido, sin una mancha. Se acercó despacio, contenía la
respiración, se había puesto pálida, “mi ángel” gritaba, “mi ángel”, pasaba la
mano por la pared, primero las lágrimas cayeron silenciosas, luego los sollozos
se hicieron más fuerte, se sentó y puso el rostro entre las manos, “qué hiciste”
le preguntaba ya descontrolada, Jorge, atónito, no sabía que hacer, “pero,
pero” tartamudeaba casi arrepentido de su decisión, “ me pareció lo mejor, la
pared parecía sucia, tenía una mancha”, “no era una mancha: era mi ángel”
gritaba Celeste totalmente alterada. “Pero bueno”, trataba de consolarla él, “mirá,
quedó como vos querías, un toque más oscuro
que el resto, ahora está prolijo”. “No, no, esto está muy mal”, las palabras
salían como chillidos agudos, “no te lo voy a perdonar, me lo hiciste a propósito,
porque estabas celoso de mi ángel”, y con desconsuelo pasaba la mano por la
pared una y otra vez como acariciando. “Estás loca, era una mancha en la pared,
no era una figura” él trató de imponerse, de hablar con autoridad. Celeste fue
terminante: “te vas de casa, andate, no te quiero ver, dejame sola”. Se dio la
vuelta, corrió hacia el dormitorio y se encerró. Jorge golpeó la puerta, “dále,
Celeste, abrime, esto es insensato, no era un áng…”, no pudo terminar la
palabra porque ella gritó “no digas eso, era un ángel. Andáte, no voy a
hablarte más”. Jorge agarró las llaves del auto y salió. Cuando escuchó el
ruido de la puerta al cerrarse, Celeste salió de la habitación y se paró frente a la
pared, ahora volvía a ser una pared medianera, ya no había magia. Esa noche
durmió en el sillón, se despertaba a cada rato y miraba hacia donde había
estado el ángel.
Se levantó extenuada a la mañana siguiente y se
vistió para ir al trabajo, estaba agotada y sin fuerzas pero aún seguía
pensando que no iba a perdonar a Jorge.
Él sabía que ella amaba al ángel ¿lo amaba? Se preguntó. No quiso ahondar en
esa idea, prefirió sumergirse en las rutinas cotidianas y salió.
Al regresar a su casa, al atardecer, subió las
escaleras hacia su departamento del primer piso donde vivía, despacio, quería
retrasar el momento de afrontar la ausencia. Entonces lo vio sentado en el
piso, la remera blanca arrugada, el pelo enmarañado, como si no se hubiera peinado
en años, se alegró, más que eso, sintió paz, “Volviste” le dijo a punto de
llorar “¿que hacés aquí?”. “Ayer me desalojaron, pero tenía que regresar” dijo
él riéndose, “si”, le respondió ella, “no va a volver a ocurrir, no quiero que
te vayas nunca más” y pensó que eso era la felicidad, se acercó y lo besó, fue
un beso diferente, el que había esperado siempre. Le dio la mano, y él se
levantó del piso con agilidad, caminaron por el pasillo, parecía que flotaban.
Estela, abril 2013
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