jueves, 21 de febrero de 2013

Consigna 3: El viaje

El viaje (Estela)

Fue el viaje más disparatado que alguna vez hice. Todo comenzó esa tarde en que me encontré con Ramiro, yo no quería saber nada con él. Pero otra vez me convenció. Y entonces salimos para Mar del Plata en el viejo Torino. Ya en Dolores me di cuenta de mi error, Ramiro no tenía plata para la nafta, entonces dejamos el auto ahí y nos pusimos a hacer dedo. Todavía pienso porque no me volví en ese momento. Nos llevó un camionero que se apiadó de nosotros cuando le rogué argumentando que tenía que llegar al entierro de mi padre. Lo conmoví, pero igual, a Ramiro lo miraba con desconfianza, yo le dije al oído que las rastas no inspiran respeto, la gente es prejuiciosa. Estábamos cansados y nos dormimos. No sé cuánto dormí pero Ramiro me despertó con un codazo y me hizo un gesto para que no hablara y escuchara: de atrás de la cabina provenían voces, distinguimos la voz del conductor y la de una mujer que murmuraban,  ruidos tenues y luego algunos gemidos. Yo no podía aguantar la risa y Ramiro me hacía muecas para que no hablara. Luego de unos minutos la mujer bajó del camión arreglándose el vestido, el camionero volvió a la cabina, nosotros nos hicimos los dormidos.
Nos dejó en Las Armas, porque él seguía para Villa Gesell, yo ahí pensé que estaría bueno ir para allá, aún vivía mi tía Elvira y tenía una casita frente a la playa,  pero ya le habíamos dicho nuestro destino, y no era cosa de andar cambiando el muerto de lugar. No era ético. Nuevamente hicimos dedo y esta vez se detuvo un grupo de pibes en una camioneta pintada con dibujos psicodélicos, parecía salida de una vieja película hippie de los años sesenta. Los chicos inspirados por principios de la filosofía oriental nos hablaban del amor y la paz pero eso no fue suficiente y Ramiro terminó a las trompadas con el líder, creo que se puso celoso cuando yo acepté las atenciones románticas del aspirante a consejero espiritual.
Ya estábamos cerca y decidimos caminar. Teníamos hambre así que en la estación de servicio a la que llegamos robamos algo de comida. No fue difícil, mientras yo preguntaba dónde estaba el baño, Ramiro sacó unos sándwiches de la heladera y los escondió en la mochila. Alguien nos vio y a los gritos nos puso en evidencia, yo me moría de vergüenza y rogué que no llamaran a la policía, el dueño sacó a Ramiro a los empujones. Yo caminaba atrás, disculpándome. Devolvimos lo robado. Seguíamos muertos de hambre. Un hombre rubio, de unos cincuenta años nos observaba, con seguridad había visto lo ocurrido. Se acercó y nos invitó a subir a su auto, sentí desconfianza, pero no sabíamos qué hacer y aceptamos, el tipo arrancó y nos ofreció unas galletitas y algo que tomar, pronto nos quedamos dormidos. Me desperté con dolor de cabeza, tenía la vista nublada, el auto estaba estacionado en una casa abandonada, se había salido de la ruta y yo ya no sabía dónde estábamos. Ramiro parecía dormido pero con los ojos entreabiertos, comprendí de inmediato que estábamos drogados. La cabeza me pesaba y casi no podía hablar. De pronto lo veo, el tipo me tomó fuerte del brazo, me sacó fuera del auto  y me arrastró adentro de la casa,  quería resistirme pero no podía ni moverme,  me tiró al piso, yo gritaba, no podía sacármelo de encima. Creí que moriría del terror cuando vi a Ramiro con una gran llave inglesa y mientras lo pateaba, golpeó en la cabeza a mi atacante, la sangre chorreaba,  salí como pude, estaba tan alterada que no podía dejar de gritar: “está muerto”, Ramiro me llevó afuera intentando calmarme mientras me explicaba que debíamos irnos. En ese momento no podía pensar, así que obedecí y nos fuimos. Lo dejamos ahí, no sabíamos si estaba vivo o muerto.  Entonces propuse “vayamos a la policía”, Ramiro no contestó, yo insistía: “debemos ir a la policía” la respuesta de Ramiro fue rotunda: “no, el tipo era una basura”, yo insistía, pensaba en cuál era la actitud correcta, Ramiro me miró y me dijo “se lo merecía, no hay dudas, y ya está hecho, no hay vuelta atrás”,  “no sentís culpa” le pregunté, se encogió de hombros.  Caminamos y llegamos nuevamente a la ruta. Tratábamos de alejarnos del lugar, no hablábamos, estábamos muy asustados y queríamos borrar el episodio. Algo completamente inútil.
Ahí le planteé a Ramiro mi deseo de regresar pero él me reveló que tenía una premonición, la idea era jugarle un pleno al 23, no sabía por qué se le  había ocurrido ese número pero estaba obsesionado con eso. Cuando le pregunté cómo iba a conseguir las fichas, me mostró unos billetes que llevaba escondidos en la media. Creo que lo odié, pero ya estábamos cerca y volvió a convencerme para seguir nuestro camino.
 Llegamos a Mar del Plata en una camioneta que transportaba materiales. Lo primero que hicimos fue ir a la playa y nos dormimos abrazados: no era amor, teníamos frío. Me desperté llorando, el rostro del hombre rubio me perseguía. Más tarde, nos sacudimos la arena, fuimos al casino, Jugamos y ganamos con el 23. Realmente había ganado mucho dinero. “Quería compartir esto con vos”, me dijo Ramiro, pero no le creí. Entonces me contó que hacía un mes que todas las noches soñaba que comía 23 helados, que soplaba 23 velitas, que en una jaula tenía 23 canarios. Lo interrumpí, ya había entendido. Salimos de allí a comer como reyes, y luego  Ramiro consiguió unos cigarrillos y ese sí que fue otro viaje. Y de ahí ya no me acuerdo lo que pasó, me desperté otra vez con los hippies metida en la cama con el líder y de Ramiro no supe nada más y ahora no sé por dónde anda. Pero juro que la próxima vez que lo vea cruzo la vereda y me hago la distraída. Creo que al tipo no lo matamos porque nunca salió nada en el diario. De todos modos una pesadilla me persigue desde entonces: un hombre rubio se baja de un Torino y me golpea con una llave inglesa.


miércoles, 20 de febrero de 2013

El viaje (Eli)


Cuando se despertaban:
-¿Mi ropa?
-Está en la silla de siempre. Ayer estuve pensando que podríamos…
-Me voy a bañar. ¿Qué querías decirme?
-Nada.
“Van 2400”.
Cuando llegaba del trabajo:
-¿Viste la señora de al lado?
-¿Me das mi café con leche, Carmen?
-Te quería contar que me encontré con la vecina y quedamos en…
-Te pedí el café con leche.
“Van 4500”.
Algún fin de semana:
-¿Vamos a caminar?
-¿Qué? Yo laburo toda la semana. Andá vos. Quiero mirar el partido. Avisame, si querés, y te voy a buscar.
-Gracias, vuelvo caminando.
“Ahora son 5900”.
Cuando se iban a dormir:
-Quiero que hablemos sobre…
-Estoy muy cansado. Mañana hablamos.
 “Tengo 6300”.
Alguna vez se animó y le dijo:
-Me haría bien si de vez en cuando me decís alguna palabra alentadora o de amor.
-Vos ya sabés que te quiero.
-Pero…
-No rompas las bolas.
“Son 7500”.
Era la misma rutina con el resto de las cosas. El postre estaba ubicado siempre en el segundo estante de la heladera a la derecha. La camisa para ir a trabajar estaba colgada y bien planchada en el gancho de metal de atrás de la puerta del dormitorio. El control remoto en el brazo izquierdo del sillón marrón oscuro de dos cuerpos. Y, la pasta dental, detrás del vaso que tenía los cepillos de dientes.
Un miércoles, mientras hacía las compras, leyó un cartel en la panadería que decía “Se busca empleada”. Entró pensando que por su edad le sería imposible hacer algo así.  Explicó que iba por el aviso. Le comentaron que eran pocas horas, desde el mediodía hasta las 17 y lo que ofrecían de sueldo. Era perfecto para Carmen. Quería el puesto. La dueña del negocio se sorprendió por su entusiasmo pero le explicó que a pesar de no haber imaginado contar con una nueva empleada de su edad, le parecía fantástico empezar a contar con ella. Carmen suspiró aliviada y contenta. Reconocía en su interior que, cuando escuchó la palabra edad, se quedó mentalmente en blanco esperando una negativa.  
Ese día al ver a su marido le dijo:
-¡No te imaginás lo que me pasó hoy! Fui a la panadería…
-¿A la panadería? Hoy echaron a un compañero de la oficina. Hay un clima de mierda. No es fácil trabajar así.
-Claro. Hice arroz con pollo para la cena.
-Todavía no sabemos bien por qué lo despidieron…
“Tengo 7900.”
Pasados los 10 meses en la panadería, Carmen le explicó a la dueña que trabajaría un mes más y renunciaría. Su jefa, con quien habían entablado una muy linda relación, le pidió que lo pensara, le dijo que estaban contentos con su manera de atender a la gente, con su responsabilidad. Pero Carmen ya lo tenía resuelto. Lo lamentaba pero así sería.
Después de 11 meses de trabajo llegó a los 9600 pesos. Era suficiente.
“Algunas polleras, sí, abrigo sí. Va a hacer frío. 530 necesito para el pasaje. Tres pulóveres de lana y los 2 saquitos livianos. Mendoza es un lindo lugar, pero no estoy segura que el definitivo. Voy a ver. Hacia el norte o hacia el sur. Los dos pantalones buenos, el último que me compré y el negro que me queda tan cómodo. Tengo tiempo para decidir. Camisetas de manga larga, mis favoritas, y algunas mangas cortas.”
Preparó el café con leche y lo dejó con el individual verde claro sobre la cabecera de la mesa. La muda de ropa para después del baño en la silla de siempre. También la camisa planchada para el día siguiente. Apenas abrías la heladera se veían las milanesas para la cena y, en el segundo estante sobre la derecha, flan casero.
A las 19 salía su micro. Ya era hora de irse.
No dejó ninguna nota. Era lo mismo.

Eliana Barriga


Viajero (Por Martín Teglia)


Camino un poco más por el sendero y salgo a la ruta, hago dedo, me suben, me bajo en Colonia Suiza, micro a Bariloche y micro a Buenos Aires sin un día más de espera, sin un instante más de demora.
¿En dónde dejé el repelente? Moscardones, moscos, mosquitos, alimañas. Corro y me siguen, freno y me comen. Apuro el paso y no llego. Me apuro y los bichos se ensañan con mi carne, zumban alrededor de mi oído. Me molestan, me molestan como ellas ni lo saben.
 Cuarenta y cinco días durmiendo en el piso, comiendo arroz. Cuarenta y cinco días con dolor de espalda y apenas si puedo cagar. Ampollas y olor a pata. Ampollas que generan olor a pata. Pedos. Miles de pedos en la carpa. Pedos en ráfaga, truenos, sordos, pedos duraderos, pedos instantáneos. Olor nauseabundo, olor apestoso. Olor a naturaleza, olor a pozo ciego.
Camino, ardor, camino del dolor. Camino que ruega llegar a un destino, que anhela volver a donde salió. Desea olor a café recién hecho. Aspira prender la computadora, que haya electricidad, entrar al diario virtual, meterse en Facebook, entrar en páginas web, estar tranquilo en la computadora, levantarse a tomar café, charlar pavadas con compañeros, trivialidades, tiempo y fútbol.  La tranquilidad verdadera de la oficina. La cama de resortes, comodidad, reposo.
Un paso más, dolor profundo en la planta de los pies. Las ramas golpean mi cuerpo, raspan mis brazos. Me pongo un buzo, calor, gotas de traspiración recorren mi cara, moscardones y tábanos, me persiguen. Tijeretas, avispas y abejas. Alimañas.
¿Qué imaginé cuando inicié el viaje? ¿De qué quería escapar? ¿De Luisa? ¿De mí mismo? ¿De mi rutina? ¿Qué pensé? ¿Quería ser otro? ¿Imaginé volverme un ser sociable en el medio de toda esta naturaleza cerrada? ¿Se puede ser distinto en el medio de este bosque impenetrable? ¿Se puede ser alguien, al menos? ¿De quién escapaba, de mi infelicidad? ¿De mi propia insatisfacción de la vida? ¿Qué quería probarme?
Llego a la ruta y espero sentado. Ni bien llegue a Colonia Suiza, derecho a Bariloche, a la ciudad, autos, bocina, supermercados, comidas diferentes. Sushi, delivery, películas en Cuevana. Pasa una camioneta, hago dedo, no para, insulto. ¿Quieren que quede encerrado en la inmensidad de los bosques vírgenes?  Siempre creí que el encierro sería entre paredes y no en miles de hectáreas, extenso verde.
Culpable se debería sentir Luisa, culpable de haberme arrastrado a viajar a este lugar sin saber nada de mí, por cuarenta y cinco días tachados en el almanaque, uno tras otro. Culpable te tenés que sentir, Luisa, por haberme obligado a viajar a la nada.
Un auto pasa y levanta la tierra que respiro. ¿Qué pensaba? ¿Qué gozaría de los mosquitos, las contracturas de espalda y que me olvidaría de la oficina, el subte, el ruido y las bocinas? ¿Qué disfrutaría del romanticismo de la soledad y de la libertad de no poder hacer nada más que caminar, comer arroz y sacar fotos a piedras y acantilados? ¿Es acaso esto el sumun de la libertad? ¿Poder sentir la opresión de estar sólo con nosotros mismos y sofocarnos en la aislación del ostracismo?
¿Qué quería probar? ¿Me creía un linyera romántico? Grito frente a estas montañas: me oprimen. Quiero volver a manipular electrodomésticos. No quiero vida salvaje, quiero internet, Hotmail, twitters, loguearme, estar horas frente a la pantalla, chatear, decir boludeces en el anonimato, dejar mis comentarios, navegar. Quiero volver a la oficina, estar sentado y no tener que preocuparme por hacer dedo, porque pasa un auto de alquiler y no frena, porque me duelen las plantas de los pies y, a mi pesar, tengo que seguir, porque no resisto más y me tiro a descansar solo, al costado de la ruta, sin nadie, sin Luisa que me diga que tengo que hacer, anhelo eso, que Luisa se enoje y yo quedarme callado, con un propósito, hacer sentir mi enojo a Luisa y no, por el contrario, quedarme callado por no tener con quien hablar y sólo puedo gritar a las montañas indiferentes que me oprimen ante su indiferencia.
Miro el paisaje, me tomo un minuto de los mil trecientos ochenta que tiene el día. Miro a la montaña y veo las grietas, el paso del tiempo, la soledad de estar ahí imperturbables  a lo largo del tiempo, expectantes, sin que nadie les diga qué hacer, majestuosas, tristes de estar solas, con sus problemas, sin ninguna aspirina o paliativo, sin nada que les permita distraerse y mitigar esa opresión.
Pasa otro auto, lo miro, hago dedo, no por creer que pueda frenar sino, más bien, como acto reflejo, costumbre incorporada en mi nueva faceta de mochilero. Frena unos metros antes. Que diga que me quiere llevar a reencontrarme con el olor a café, el sushi, la internet, que me lo diga, por favor. Que diga que me devuelve al ruido, al subte, lejos de esa montaña trise, sola, melancólica, abandonada. Que diga que me lleva lo más lejos que se pueda.
—Flaco, ¿te llevo? —grita, asomando el cuerpo por la ventanilla.
Veo su gesto con la mano y pienso en volver a Bariloche, imagino no volver a dormir en carpa la noche cuarenta y seis, no comer arroz, alejarme de esa montaña egoísta, inabarcable. Una felicidad inexplicable nace en mis adentros.
 —No gracias, me quedo.


domingo, 17 de febrero de 2013

Laguna (el Gusti)


         Alex vio un cartel arriba del árbol y en la oscuridad leyó “Posada Puerto Bemberg”. Frenó la camioneta. La pareja suspiró después de mil quinientos kilómetros de viaje. A Elisa se le había endurecido el abdomen. Era una sensación rara,  como tironcitos en el ombligo. El cansancio se mezclaba con el dolor. Además que el calor sumaba al marco de sofocación: quería salir del auto porque hacía quince horas que se encontraban en la ruta, pero también no quería salir del auto para no sufrir la falta de aire acondicionado, esperaba agotada el golpe de calor que acechaba en el exterior del coche.
            Llegamos, gritó Alex, luego abrió bien grande los ojos y sacó la lengua. Elisa lo miró, necesito descansar, y tocó su panza que se encontraba con ocho meses de embarazo. Dale, le dijo, y él puso primera. Avanzó despacio por el camino de tierra roja, el último tramo era  de piedras.
            Estacionó la camioneta. Nadie salió a recibirlos. Se escuchaba de fondo el cantar de los grillos mezclado con la armonía selvática de las chicharras nocturnas. Alex bajó mientras ella permaneció en el vehículo. Entró al recibidor y estaba fresco. Tocó el timbre de recepción y esperó. Miró las cabezas de monos, de un zorro gris y de un jabalí que se encontraban colgadas en la sala. A los diez minutos salió Diego, caminaba mirando hacia el costado y reía, parecía que terminaba una conversación. Con modales suaves le preguntó cómo habían llegado y estiró la mano para alcanzarle la llave de la habitación 6. Alex notó que le faltaba el dedo índice. Recordó una conversación que había tenido en la ruta con un vendedor de carnadas. Este le aconsejó que si sentía ganas de nadar en la laguna, que no se quedara quieto, y que moviera continuamente todo el cuerpo, sin descanso, porque las palometas atacaban de improviso, este tipo de pirañas arrancaba el primer miembro que se encontrara quieto y suelto. Alex sintió curiosidad pero no le pareció atinado preguntar por la suerte del desaparecido dedo. Luego miró a Diego que agachaba la cabeza hacia el suelo y con tono amable terminó diciendo que disfrutara de la estadía en la posada “Puerto Bemberg”. De la ventana del fondo de la recepción se vio una luz de flash hacia la camioneta.
            Alex se despertó. Miró a Elisa que todavía dormía y el sueño se le mezclaba con la realidad. Ella abrió los ojos por la presión que ejercía la mirada de Alex. Este balbuceó: “tuve un sueño en el que el latido me llamaba, lo perseguí hasta un mundo cálido y suave, yo pude cantar y era feliz”. Ella lo abrazó y se rozaron los dos abdómenes. Un pequeño y electrizante latido ahora golpeaba la panza de Alex, luego un sacudón seco se sintió en el estómago de su mujer. Había mucho movimiento interno en la piel tirante. Ella sonrió y cuando parpadeó  una lágrima se asomó por su mejilla.
            Cuando él se fue a duchar, ella fue directo al restaurante donde servían el desayuno. Ni bien abrió la puerta el jardinero la saludó con un cordial “buenos días en Puerto Bemberg” y la observó alejarse por la galería de entrada a las habitaciones.
            Todo a la vista para servirse: tostadas, jamón y queso, pan integral, café, jugo de naranja, leche, frutas y todo tipo de dulces. Hola soy Roque y estoy para servirle en lo que necesite en su estadía en Puerto Bemberg, ¿usted se encuentra en la habitación 6?, y bajó la vista cuando ella le sonrió mientras cargaba el plato con alimentos. Cuando Alex entró a la sala se dirigió hacia Elisa y le dijo algo seco en el oído. Mientras el barman se retiraba, Alex tuvo la impresión que era el mismo que los había recibido la noche anterior.
            Alex cargó su plato con doble ración de fiambres y eligió una mesa en el corredor con vista al río para disfrutar del viento y el cantar de los pájaros. Ella manoteaba al aire, una y otra vez, pero las moscas y una abeja carnívora seguían asechando su plato. En un rincón de la mesa prepararon un pequeño señuelo con restos de fruta, pan y jamón para que los insectos no invadieran la mesa. Finalmente les gusta la miel, dijo Alex y ella rió rozándole sus pies descalzos sobre la entrepierna. Él se estiró aferrándose la cabeza con las dos manos y bostezó. Ella vio que por la ventana trasera de la cocina asomaban dos cabezas.
            Por la tarde, la pareja salió de excursión y por la noche se abrazaron en silencio besándose en los jardines de la posada. Ya en la habitación 6, fumaron un cigarrillo de marihuana de los que Elisa había armado a la tarde. Se acariciaron durante largo rato y encendieron el ventilador y el aire acondicionado. Se taparon con las sabanas un buen rato. Dame la mano que se mueve, dijo ella dentro del improvisado iglú del camastro. Desde afuera de la habitación, el reflejo de la luz permitía ver hacia el interior del cuarto, a la carpita que se movía. Al rato cayeron exhaustos hacia los costados: Alex en el sillón y ella en la cama de acompañamiento.
            Al día siguiente, el primero en salir de la habitación fue Alex y al lado de la ventana de la habitación 6, un empleado de mantenimiento cambiaba el foco del pasillo. Buenos días en Puerto Bemberg, se le anticipó cordialmente el joven de mameluco. Alex tuvo la impresión que era Diego, pero no, aunque tenía rasgos faciales similares, éste tenía los cinco dedos de la mano. Fue directo hacia el desayunador tomándose la frente, sonriendo y meneando la cabeza, la risa desapareció cuando vio al costado una libélula atrapada en una gigantesca tela de araña, se le erizó la piel cuando vio al animal del tamaño de su mano acercarse a la presa.
            Cuando ella salió de la habitación 6, se topó con el empleado que ahora charlaba con uno de los jardineros. Hubo un saludo al unísono. El jardinero observó la panza tirante y tragó saliva. Al alejarse por el pasillo el empleado observó las piernas suaves y doradas de la señorita, su vista la fijó hacia la pollera corta a la altura de las nalgas que se insinuaban carnosas y firmes.
            Alex miraba fijo la enredadera y escuchaba un latido acercarse, pero luego el sonido de una chicharra mañanera captó la atención de su lapsus mental. Quiso recordar lo que le había parecido un momento importante pero no insistió. Miró hacia el costado y era ella. Se abrazaron y besaron frotándose las lenguas que lubricaban los dientes. Luego ingirieron alimentos: cuatro veces más que lo que digerían en su casa. Alex comió ocho sándwiches superponiendo salamín, jamón crudo y cantimpalo, ella tomó tres vasos de jugo de naranja para luego comer ensalada de fruta seguido de cuatro raciones de yogur con cereales.
            A la tarde, Alex se encontraba en la reposera junto a la piscina. Con la vista al frente una laguna refrescaba su mente. Fumó dos pitadas del cigarrillo armado. Lo suficiente para sumar tranquilidad y desenchufar de la rutina de la oficina, pensaba. Sintió paz. Se contentó que estuvieran solos. Se despertó exaltado: ¡se le mueren los perritos!, dijo y Elisa enmudeció. Al mediodía había recibido un mensaje en su celular donde se enteraba que a su hermana se le había fallecido otra de las crías de la adorada chihuahua. Le quedaban dos de cinco. Qué te pasa?, dijo Alex mientras Elisa lloraba y su panza comenzó a latir como un motor de triple corazón. Él la abrazó y le besó el ombligo. Estuvieron largo rato en silencio mientras él le acariciaba el largo y sedoso pelo.
            Cuando levantó la vista a cien metros parecía que el cuidador de coches los estaba observando. Alex se mordió la lengua y fijó la vista en el empleado. A lo lejos parecía que era Diego, en esa posada eran todos eran tan parecidos que no los podía distinguir, inclusive la gente del pueblo a la cual habían fotografiado desde el auto eran parecidos a Diego. Sintió ganas de arrancarle cada uno de los dedos de la mano.
            Alex se apartó y se tiró intempestivamente a la pileta. Ella se secó las lágrimas y descendió con cuidado por las escaleras de la piscina. Ahora, Alex jugaba chapoteando y lanzándose desde el borde. Perdió la noción del tiempo y se divertía solo, aguantando la respiración debajo del agua. Cuando subió a la superficie una babosa se le había apoyado en el brazo. Fue corriendo hacia el bolso que yacía al costado de la limonada. Estaba lleno de mariposas. Fotografió al animalejo en su piel y luego de un golpe se desprendió de la sanguijuela. Al caer al suelo pisó fuerte con el talón descalzo a la amenazante babosa. Luego fotografió a cada una de las mariposas y de lejos vio a dos empleados charlando, pasándose un mate. Les sacó una foto. Era interesante registrar a los lugareños, les mostraría la imagen a sus compañeros de universidad. Ella permanecía sola en la esquina de la pileta, meditabunda.
            Al rato Alex fue al baño. Cuando volvió se enfureció al ver a Diego charlando con su novia. Le gritó al empleado que volviera a la recepción de donde nunca debía de haber salido. Tomó a Elisa del brazo y la llevó a la habitación y la empujó hacia adentro. El corazón le latía rápido e incluso escuchaba otro latido a lo lejos. La laguna comenzaba a correr por su mandíbula para descender como una catarata por su tráquea. Miró la puerta y faltaba el número 6, luego vio en la madera una marca roja. Sangre de lagarto, gritó en voz alta, nos vamos, pero falta una noche, no importa me cansaron, pero no quiero que manejes nervioso y tan rápido como vinimos. Alex se alejó por el sendero de piedras.
             Acercó la camioneta y cargó los bolsos negando la ayuda de los maleteros. Los empleados miraban al suelo de tierra con la cara ausente. Diego salió de la recepción y dijo que consideraran quedarse esa noche en Puerto Bemberg en la suite que utilizaba la mismísima familia Bemberg cuando venían de visitas desde Alemania, que tuvieran cuidado porque no era conveniente salir de noche, había animales salvajes y si se le sumaba que había habido tormenta y con el río crecido el camino era peligroso e intransitable.
            Alex tenía la mente en blanco mientras veía la selva negra. La laguna ahora estaba calma. Pensaba en el viaje de vuelta, en los caminos rojos, en la tierra violeta, ahora añoraba la oficina, el after houer y la tranquilidad del barrio de Belgrano.
            De pronto la camioneta se trabó en la huella arenosa y un cronómetro psíquico comenzó su marcha. Vio el agua a los costados de la ruta y la laguna se apoderó de su mente. Comenzaban las olas producto de la fuerza que ejercía la luna llena sobre el agua. El latido de nuevo, ahora era una máquina de tres corazones, un tempo exacto, un ritmo sin melodía, vibraciones apresuradas. La camioneta zafó del barro y hubo una persecución de kilómetros. Alex sentía una segunda camioneta detrás y Elisa suplicó que bajara la velocidad. La camioneta se volvió a estancar en el fango. Los Yacarés merodeaban en la zanja. Las luces iluminaban los ojos rojos. Se apagó el motor. La volvió a encender y aceleró en primera y luego reversa, pero no hubo respuesta.
            Alex respiraba fuerte y apagó las luces para no gastar la batería. Dijo que debían descansar hasta que amaneciera, que a la mañana lo intentarían otra vez con una tabla que tenía en el baúl, la trabarían entre el fango y las ruedas. Estaba seguro que saldrían sin problemas, o que llamaría al seguro o en el peor de los casos sabía que algún vecino amable los remolcarían con una cuerda. Pero no hay señal, gritó ella, y él la abrazó presionando su busto. Acomodaron los asientos hacia atrás y ella le gritó que no quería dormir. Al rato, mirando cada uno hacia su ventanilla cerraron los ojos escuchando pisadas de animales que rodeaban el coche.
            A las cinco horas golpearon la ventanilla del acompañante. Elisa abrió los ojos y era de día. ¡Diego!, gritó Ella y sonrió. Alex entrecerró los ojos y apretó los dientes. En el fondo un tumulto empleados observaba a lo lejos. Uno filmaba y otro señalaba haciendo comentarios por lo bajo. Los otros miraban al suelo aferrando sus sombreros con las dos manos, ¿qué esperan?, Alex ahora escuchó un latido que emergía de la laguna, se sentía más fuerte. Comenzó a tocar la bocina una y otra vez. ¿Por qué no nos empujan?, bajó la ventanilla y gritó al grupo que tenía las miradas hacia Elisa que ahora gemía de dolor. Alex abrió la puerta y la cerró rápido cuando tuvo la impresión que un yacaré se escondía debajo del auto. El grupo rodeó la camioneta a paso lento. Todos tenían los rasgos de Diegos, bajitos y de piel oscura, afeitados y con raya al costado. De a uno se fueron sacando los dedos índices postizos, a todos les faltaba el índice. Alex cerró los ojos y apretó el acelerador. El auto salió con un empujón y por el espejo retrovisor vio como tres del grupo seguían empujando el auto. Uno filmaba. Ahora algunos sacaban fotos desde el costado.
            Amanecía y ya comenzaba a verse el camino de tierra roja en la claridad del alba. El paisaje era tupido y ya se sentía el calor del sol. La laguna se evaporaba al compás del latido que desaparecía mientras acortaban la distancia de la ciudad. Manejó en silencio durante horas con la vista al frente. La laguna de los costados del camino se trasladó hacia la ruta, pero había que avanzar. Al cruzar el puente de Zárate Brazo Largo vio toda el agua fluyendo hacia los costados y se volteó al costado para preguntarle a Elisa cómo se sentía.