sábado, 1 de junio de 2013
La mirada (Eli)
Mirar por esa
ventana era lo que más me gustaba hacer a esa hora. Podía ver el balcón de en
frente a la perfección. La luz del sol me permitía observar cada movimiento sin
que ningún reflejo me interrumpiera. Eran exactos veinticinco minutos en
primavera. En invierno, en cambio, el tiempo era menor, pero luego seguía
mirándola con mi casa a oscuras. Podía observarla porque sus lámparas
encendidas me lo permitían. Ella me encantaba, toda ella me gustaba, su forma
de caminar, su pequeña pausa luego de los tres pasos en el balcón, su modo de
mover la mano derecha para llamar a los gatos, su manera de acomodarse el pelo
detrás de la oreja. Todo. Mantuve el ritual durante dos años. Cuando se
acercaba la hora, calentaba el agua en su punto exacto, cargaba la yerba en mi
mate favorito, sólo un poco de azúcar en el costado izquierdo de la bombilla y
mi silla, la del respaldo marrón oscuro en el mismo lugar de siempre. La pata
delantera derecha sobre el ángulo superior derecho del listón de madera que
tenía el barniz saltado por una caída del enorme jarrón chino que era de mi
abuela. Solo mirarla me generaba un placer infinito. Salía con sus tres gatos
al balcón a regar sus plantas y luego entraba nuevamente a su departamento y
variaba la siguiente actividad. Poner música, tomar algo en una taza color
claro, cambiarse la ropa.
La tardecita
era el momento justo para salir a su balcón. Ya había terminado su día laboral.
Regresar a casa, estar con sus animalitos, regar las plantas, tomar algo
caliente, escuchar la radio, ponerse ropa cómoda. Todas estas pequeñas cosas la
ayudaban a cortar con sus pensamientos laborales. Pequeñas cosas que la
mantenían distraída para que la distancia no le doliera tanto. Tomar aire
fresco en su departamento le permitía despejarse y estirar un poco el cuerpo
después de tantas horas sentada. Se acercaba el momento del reencuentro, hacía
más de dos años que lo esperaba. Vivir tan lejos de él la estaba matando y la
relación se hacía cada vez más difícil. Se le hacían imposibles esos últimos
días, cuánto lo extrañaba. Solo quería estar con él, solo pensaba en él.
Su color de
pelo me apasionaba, era más hermosa cuando lo tenía recogido. Le podía ver
mejor el cuello. Me gustaba cuando se inclinaba a ponerle la comida a los
gatos, estoy seguro que el gris era su favorito, siempre se llevaba caricias
extras. Caricias que sabía que un futuro cercano serían mías. Recuerdo el día
que me animé a golpear su puerta. Esperé a que alguien me permitiera entrar al
edificio y toqué su timbre. No me animé a decirle cuánto la amaba, no me animé
a explicarle que yo era el hombre de su vida, que ya no estaría más sola, que
iba a cuidarla, que venía a rescatarla. Solo pude decir que me había equivocado
de departamento.
Y por fin
llegó el día y llegó él. Lo había extrañado tanto, no era buena con la
distancia. Pasión extrema brotaba de ambos. Besos eternos y caricias infinitas.
La lluvia alimentó la pausa, debían cerrar la puerta del balcón. Ella no
entendía por qué no podían volar juntos, por qué ella debía ir primero. ¿Otra
vez pasar días separados? Que no se conseguían pasajes, que ella debía llegar a
la entrevista inicial para su nuevo trabajo, que no hubo forma de resolverlo.
Entre lágrimas le explicaba que había imaginado de muchas maneras la mudanza y
que esa no era la que esperaba. Reconocía que sus nervios por todos los cambios
que se acercaban la volvían más sensible e incomprensible. Sí, sabía que faltaba el último esfuerzo pero
llegar sola a un país distinto no iba a poder soportarlo.
El día que vi
esa discusión no sabía qué hacer. Quería ir a buscarla. Cuando comenzó a llover
mis ojos no alcanzaban a distinguir lo que sucedía. Me paré para mirar mejor,
usé mi largavista con el máximo de aumento pero la tormenta jugó en mi contra.
No lograba verla. Quería ayudarla,
romperle la cara a ese tipo, quería consolarla, abrazarla, besarla. Al otro día
no la vi. Pasados dos días lo vi a él. Vi valijas, cajas y más valijas. ¿Los
gatos? Sí, ahí estaban. Pero ella no. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué estaba en su
casa? Seguro le hizo daño. Por los gestos en la discusión, estaba seguro que le
había hecho daño. ¿Estaría muerta en el cuarto? Jamás vi a ese tipo. Otro día
más sin verla. ¿La había matado a golpes? Mi desesperación aumentaba. ¿Por qué
tantas valijas? Otra tarde sin poder verla y él seguía ahí. ¿Qué le había
hecho? ¿La había matado con un cuchillo
y luego la había cortado en partes? ¿Así se deshacía de ella? ¿A dónde estaba mi amada?
A miles de
kilómetros de lo que hasta hacía unos días había sido su hogar, recibía la noticia.
Un hombre le había disparado en el departamento donde ella había vivido los
últimos años. Los vecinos llamaron a la policía al escuchar los disparos. El
asesino seguía ahí, decía a gritos que la buscaba a ella. Repetía incoherencias
una y otra vez.
Eliana
Barriga
Todo sucedió bajo la lluvia (basada en una historia real)
Clap, clap. El cartero en la
puerta de mi casa. Otra vez se había nublado, ¿dónde se había escondido el sol?
Con solo pensar en la lluvia se me erizaba la piel, ¿antes también había sido
así? Firmé la planilla y recibí la carta de Dani. Después de dos meses no lo habían
sacrificado.
Ema
me dijo: ¡dale Jose apurate que es un día hermoso!, y bajó la persiana. Ay!, el
sol entró y partió la habitación en dos. Nos habíamos acostado tarde, ¿nos
habíamos acostado? habíamos festejado. Ahora era muy temprano. Las siete de la
mañana del primer día de vacaciones (técnicamente hablando porque el primero
había sido en el micro). Tenía una pesadez extraña. Una gotera melancólica. Parecía
como aquel lejano día en que con Dani… armé el bolso ¿qué necesitábamos?
Pregunté sin ganas, ¿Agua?, hay lagos en todos los pueblos, ¿comida? Dani
cocinaba como los dioses, ¿abrigo? Y sí, el sur te lo recuerda todas las
noches.
Ema
siguió recriminándome: ¡dale Jose dejate de joder!, ¡cambiá esa cara de tuje!
Pero yo no me sentía bien. Sentía como una brisa helada rociaba mi cerebro, ¿sería
ese aire oxidado que me recordaba a mis once años cuando conocí a Dani?
Los
lagos espejados fusionaban los bosques que se perdían en el cielo. Que eran
hermosos, dijo Ema y me sacaba una tras otra foto: medio ojo, oreja con pelo,
lago-nariz, muchas. ¡Y no es porque sean digitales!, me decía, ya desde la
madrugada me había convertido en su modelo especial. Asentí cuando me dijo que
eran desnudos artísticos. Uf! La noche había estado bárbara pero ese día estaba
pesado… ya lo retomaría con mi analista.
¡Por
fin llegamos!, dije, y me miró con el seño fruncido, no cambias más che, pará
con la mala onda, escupió la frase. No sé, hay algo que no me gusta, ¿volvemos
al hotel?, le dije a Ema ¡pero no!, me gritó, de ninguna manera ¿y nuestro
sueño?
Seguí
sus pasos arrastrando los pies mientras que el cielo se nublaba y la gotera mental
se me condensaba en la mollera. Y sí, aunque sea el barrio me contiene, es una
trinchera segura, es la
Paternal que me vio crecer y me reí. Parecía un tango con
patas resucitando a mi viejo. Nostalgia y latigazo en la espalda. Levanté la
vista y Ema meneaba la cabeza. No hay duda, estás insoportable, me dijo. Levanté
los hombros y respiré hondo mientras salía el sol. Me adelanté en el camino. Ya
se veía la cabaña de Dani en la orilla del lago. Pero de pronto otra nube tapó
el sol y un escalofrío se apoderó de mi piel. La gotera reapareció con
acelerada continuidad y el chapoteo me hizo acordar a mis dieciséis años cuando
con Dani... tragué saliva.
Llegamos
a la cabaña y Dani salió corriendo a nuestro encuentro. ¡Hicieron rápido!, ¡qué
lindo que llegaron!, ¡vengan que preparé unos panes saborizados en el horno de
barro! Nos abrazó y Ema ni pudo dejar la mochila en el piso. Quedó entre el
cruce de los efusivos brazos. Y cuando yo terminaba de responderle con algún
monosílabo se venía la otra pregunta, ¡cuánto entusiasmo! Pero en un segundo de
silencio miré hacia las nubes que seguían apoderándose del cielo. Eran grises
como el tango que escuché en mi infancia de la boca de mi viejo, en aquel caserón,
viejo refugio de la absorbente Paternal. La neblina se pintó en los árboles y
un búho desorientado voló para ocultarse. Al instante que se cortó la canilla
interna y cayó la primera gota en mi brazo. Estaba fría como todo el sur. Me
agaché para agarrar la campera y Dani dijo: “cuidado”.
Todo
fue muy rápido.
La
cara de Dani palideció, ¿sería que no había superado los recuerdos del viaje a
Córdoba que habíamos hecho hacía diez años atrás? Cuidado, volvió a repetir y
cada vez más su voz se perdía en el abierto de la naturaleza. Mantenía la vista
perdida en el frente, ¿qué pasa?, le preguntó Ema. Agarren las mochilas,
respondió seco. ¿¡Decinos qué pasa carajo!?, le repetí observando su semblante
esquivo. Y mientras cogoteaba hacia los costados nos señaló una cadena que se
encontraba en el suelo atada al árbol de la cabaña vecina. ¡Se soltó!, dijo
entre seseos. ¿Quién?, ¿de qué mierda estás hablando?, y las nubes se introdujeron
en mi cuerpo como todas las veces que frecuentaba a Dani.
¡Se
soltó el perro de mi hermano! Murmuró con voz ronca mientras retrocedía unos
pasos para agarrar al caniche que había salido de la cabaña a nuestro encuentro.
En ese momento comenzó a lloviznar. Recién ahí, apareció el Dogo que salió a
unos cuarenta metros detrás de un arbusto. Ema no parpadeaba. ¡Corran! Gritó Dani
con voz temblorosa mientras alzaba a su caniche. El Dogo tenía la vista fija en
el perrito. Caminaba continua y aumentaba su tamaño exponencialmente por cada
metro que se acercaba. Su andar era despacio pero decidido. ¡Corran hacia la
cabaña! Gritó Dani y con la mano que le quedaba libre empezó a tirarle piedras
al Dogo. Este se mantenía en silencio, sigiloso, hasta que se produjo el primer
acierto de un cascote en su hocico. El animal mostró los dientes y arrancó un
trote pesado.
Subí
los escalones de madera y miré hacia atrás. Ema estaba petrificada, encandilada
por el Dogo que se había acercado a unos diez metros de donde estaban con Dani
y su caniche en brazo. El perro caminaba en círculo, esperaba el momento. Volví
y me introduje en la línea de asedio que marcaba el Dogo. Recién ahí lo vi
claro. Era blanco con manchas grises y de cicatrices en el cráneo. Era gigante
como un rinoceronte armado con los colmillos de un león hambriento. Y cuando aferré
el brazo de Ema el animal nos rozó los pantalones y saltó hacia la cabeza del
caniche. Y mientras corríamos con Ema para la cabaña, Dani interpuso su brazo
al tarascón de la bestia. El predador creyendo haber alcanzado su objetivo
mordió fuerte y trabó su mandíbula. Dani gritó y el sonido estridente resonó en
el valle. Del antebrazo comenzó a verter un río de sangre líquida. La bestia
gruñía y tironeaba. Entramos a la cabaña y Ema rompió en llanto. Luego la
posición fetal, se tapó la cara. Agarré una escoba y volví al círculo de
pisadas de barro que se llenaban de sangre.
Ahora
del cielo caían gotas dispersas: algunas finas y tibias, otras gruesas y frías.
Dentro mío un diluvio brumoso: Dani riendo, Dani llorando, Dani inconciente, Dani
adelantando el pasaje… ¡La puta que te parió! y escupí el sudor que se
acumulaba en mis labios. Descargué mi ira una y otra vez en el cráneo del
monstruo pero el Dogo bloqueaba los colmillos en su presa. La fiera se mantenía
agazapada en el barro parecía dormida. Se partió el palo de escoba y ensarté el
centro de un músculo de una pata trasera. La sangre salpicó mi cara. Caían mis
lágrimas como una salto mientras aparecía el sol. A los pocos segundos un
arcoiris.
El
caniche saltó del brazo de su dueño y se refugió en la cabaña. Ema cerró la
puerta. De repente el Dogo tironeó y arrancó un pedazo del bíceps de Dani. Se
echó tenso hacia atrás. Caminó despacio hacia la cabaña. Masticaba y chorreaba
sangre. Perdimos de vista a la bestia cuando dobló por el sendero que conducía
hacia el patio trasero. Abracé a Dani ayudándole a levantarse. Dani se encorvó
y aferró el hueso que le sobresalía del brazo mutilado. La mano le resbalaba y
teñía mi ropa del horror descarnizado. Entramos a la cabaña y los tres temblábamos
abrazados. Lloramos. En seguida Dani se tiró en el sofá y se hizo un torniquete
con la camisa que se volvió roja en un segundo. No paraba de perder sangre y el
charco se concentró en el medio de la sala.
Estalló
un trueno y una cortina de agua apareció en la laguna. ¡Traben las ventanas!
Gritó Dani, y con Ema corrimos para cumplir la orden. La lluvia y el viento
cesaron a los cinco minutos y en la calle reapareció el demonio. Mostraba los
colmillos y caminaba asediando la cabaña. Aparecía intermitentemente rodeando
la estructura de madera. ¡Llamen al vecino! Y la voz de Dani se apagaba. Cerró
los ojos. El animal se frenó a dos metros de la ventana. La sangre se le había
secado en el pecho y el lomo. Se relamía el hocico, sus costillas y la herida
de la pata trasera. La bestia recobraba fuerzas, estaba agitada. Dani agonizaba
con leves sonidos. Un gatito bebé que dormía a un metro del hogar a leña se
levantó para lamer enérgico la sangre que se acumulaba en la sala.
Grité
y corrí hacia la puerta. Me resbalé con la sangre como si hubiera pisado una
cáscara de banana y caí con los codos. Era el olor a carne fresca. Me incorporé
y abrí la puerta. La lluvia reapareció con saña. Llegué a la cabaña de enfrente
y el vecino me preguntó qué pasaba. Es un monstruo. Se soltó un perro asesino. Dani
se está muriendo, le dije sollozando. El vecino sin exaltarse agarró la llave
de su camioneta. Salió sin prisa y lo seguí. Encendió el motor sin decir
palabra y en primera acercó el Rastrojero hasta la cabaña de Dani. Bajó del
vehículo silbando y con una escopeta en el hombro. Antes de entrar a la casa se
agachó para acariciar al gatito. Salió arrastrando a Dani y bien pegado al hombre
se encontraba Ema que no miró en ningún momento hacia atrás. A través del
umbral de la puerta, el gatito se refregaba en los bigotes las patas delanteras,
lamía sus garritas. El Dogo se había recostado panza arriba debajo del árbol,
al costado de la cadena. Salió el sol.
Y
es lógico, a esa fiera la sueltan en el monte para cazar jabalíes salvajes. No
se preocupen que mañana yo mismo me encargaré de eliminar a la amenaza. Ese
Dogo es un peligro para mi familia. Les cuento que tengo tres nenas chiquitas, −y
el vecino sacó una foto de su billetera− aunque también es un peligro para todo
el mundo.
Mi
río interno se frenó en un dique y la lluvia reapareció ni bien tomamos la ruta,
nos acompañó todo el viaje. De nuevo un arcoiris y me pareció que era el prisma
natural más bello e irónico que había visto en mi vida.
El
vecino nos dejó en la entrada del camino que nos llevaba al hotel y luego dijo
que llevaría a Dani al hospital. Al día siguiente, decidimos adelantar el
pasaje y volver para Buenos Aires.
Mañana
a primera hora, usaremos los dos pasajes que tengo en mi mano. Sonrío y se me
seca la lengua. Tiemblan mis labios. Cierro los ojos y reaparece la gotera con
la vos de Ema ¿y nuestro sueño?
El Gusti
La mochila del opa (Hueso)
Te observo y se me
constriñen las tripas, siento el efecto tirabuzón por dentro, puntas del intestino
que giran en sentidos opuestos. Veo que querés dar vueltas en la cama, mientras
dormís, buscás otra posición y quedás detenido a un lado. Tortuga dada vuelta,
apoyada desde el caparazón moviendo las patitas al aire. Cargás esa mochila,
mochila amplia, generosa, de las que van desde arriba de la cabeza, cruzan toda
la espalda y llegan hasta la cola. Resistente, con gran capacidad de almacenamiento.
Completa y, sin embargo, con espacio para más, para cada día. Sólo hay que
hacer un lugarcito, me decís con sonrisa pícara que juzgo lastimosa.
Se te doblan las piernas
al caminar, si te vieses desde afuera. Da risa verte viajando en el colectivo
para ir al trabajo. Permiso, permiso, decís intentando hacerte paso entre la
gente parada, sujetada del pasamanos de arriba o de los costados de los
asientos. Tu mochila choca contra todos, uno a uno. Te balanceás a un lado y te
devuelven al otro. No lo percibirías a no ser por los suspiros, reclamos y
algunas quejas. Por qué no te sacás la mochila, te preguntan y vos ponés cara
de resignación, pedís disculpas, como siempre, caminas lento hacia la puerta de
atrás, tocás el botón y bajás, por más que
hiciste pocas cuadras y que te falta muchísimo por llegar. Desististe viajar
en subte hace tiempo, dijiste prefiero ir por arriba de la tierra, no somos
topos.
Caminás las cuadras restantes
hasta el trabajo, con ojos acuosos, llegás y saludas a todos con la mano, con
un abrazo o con un beso. Preguntás uno a uno, cómo está, cómo se siente, aunque
nadie haga lo mismo con vos.
Hola Luciano, cómo está
tu hijita… no, me digas. Hay que hacer algo. Voy a donar sangre, no hay
problema. Cargás agua oxigenada, jeringas y hasta el cuadro con la chica con el
dedo en la boca haciendo chito.
Obvio, contá conmigo, le
decís a Carlos, y el sábado estás a la hora y lugar acordado, metés la tele, el
placard y una mesita de luz dentro de tu mochila y seguís al camión de la
mudanza porque, de tan cargado, no entrás y no te queda otra.
Te detenés en los
problemas de tus compañeros y lo llevás adentro de tu mochila, como el sillón
de Carolina que si no hubieses intervenido, tendría que haber pagado los
servicios de un guarda muebles. Tenelo siempre a mano, te pidió y vos los
llevás en tu mochila por si acaso, por si alguna vez te lo pide.
No voy a negar que me da
gracia verte sentado en la silla ergonómica, frente a la computadora, en la
puntita, haciendo equilibrio. Te resulta más fácil poner el respaldo de
costado. Escuchás con atención cuando te dicen que si no ubicás la silla como
corresponde, respaldo atrás sosteniendo la espalda, te vas a arquear y vas a quedar
como el Jorobado de París, reís entusiasmado y lo repetís, buscando obtener la
atención del resto, que se diviertan por la ocurrencia. Como el jorobado de París,
decís, mirás a todos para seguir riendo, y a mí no me causa gracia, te miro y hago
una sonrisa de ocasión. Recién ahí, en ese momento, parecés entender lo que pasa,
sin dejar de alentar para que el resto siga riéndose, aunque sabés que se ríen de
vos. Llamás a alguno para que te ayude a hacer otro pequeño lugar en la
mochila, entre las fotos de casamiento, alguna carta amarilla y los juguetes de
tus hijos que se fueron hace mucho, y guardás las risas.
Los días de lluvia se te
vuelven una tortura. La mochila se empapa y no podés subir a los colectivos,
mojarías a los pasajeros y sabés que no sería justo. Los taxis te paran y,
cuando querés subir, el chofer te pide que te quites la mochila para dejarla en
el baúl, vos le respondés que no, que lo lamentás mucho pero que preferís
tenerla encima. El tipo te insulta, te dice que sos un idiota que le hiciste
perder tiempo y arranca el auto arando. Entonces caminás, lo haces unas
cuadras, pero el peso de la carga te hace sufrir e intentás distintas
posiciones para aliviarte la carga, como sostener la mochila con la palma de
las manos. No aguantás mucho tiempo y caés con las rodillas al piso, y te
arrastrás como un perro vagabundo.
Unos chicos, seis o
siete, que aguardan en la entrada de un colegio, te señalan y ríen. Se te
acercan, vos le pedís ayuda y esa súplica genera todavía más gracia. Te usan
para jugar a un juego que se llama opa, consiste en saltarte, apoyando las palmas
a la altura de tu espalda y el primero de ellos, asume el rol de líder y da una
orden antes de salir a saltarte, que los demás deben cumplir. “Opa patadita” y
todos los chicos repiten la orden y cuando saltan, te dan una patada en el cola.
“Opa gozadita” y cada uno tiene que hacer alguna cargada, pellizco, despeinada
antes de saltar. Lo que más te molesta no es la burla en sí mismo sino el peso
de los chicos que resistís al límite de que se te venzan los brazos. Te saltan
varias veces hasta que se aburren y te dejan solo, en cuatro patas, mojado. No
tener que soportar el peso de sus cuerpos saltando, apoyándose contra vos, te
permite reponerte para seguir camino.
Faltan muchas cuadras
aún y la lluvia cada vez más, el viento sopla con fuerza, tiritás de frío. Dos
hombres se acercan mirando hacia los costados, cerciorándose de que no hubiese
nadie alrededor. Te preguntan qué hacés ahí sólo y vos le contás que tenés que
llegar a tu trabajo.
Te ofrecen ayuda para
llevarte la mochila y vos le decís que no se molesten, que sólo te gustaría que
te ayuden a levantar. No lo hacen y te preguntan que tenés adentro. De todo,
respondés y ellos te piden que especifiques un poco más, y no te creen que no
puedas hacerlo porque ya perdiste la cuenta de lo que ténes adentro. Sin
permiso, comienzan a revisarte la mochila y se llevan el sillón de Carolina. Te
incorporás, gracias al miedo y al peso que te acaban de quitar, y corrés
algunas cuadras hasta llegar al trabajo.
Te dan tristeza los
insultos de Carolina, pero los preferís porque pesan mucho menos que el sillón.
Sucedió bajo la lluvia (Estela)
¿Viste como soy yo?, vos me conocés.
A mí la muerte me impresiona y jamás podría alegrarme con la muerte, ni
siquiera la de mi peor enemigo. Esa es la percepción que tengo de mi carácter. No
me atrevo ni siquiera a matar un mosquito. Jamás elimino las hormigas de las
plantas. No sé, tengo mucho respeto por la vida. Hasta lloro cuando veo las
películas donde los condenados a muerte caminan por el largo pasillo que los
lleva al sillón fatal. Pero es increíble la vida que a veces nos pone ante
situaciones tan extrañas donde las emociones superan la razón.
Te cuento como pasó todo. Y sí, creo
que fue una verdadera pesadilla.
Todo comenzó el domingo, hace dos
días. Estaba mirando la televisión y escuché la lluvia que golpeaba las ventanas,
entonces salí al balcón a juntar la ropa que había tendido a la mañana, me
quedé un rato mirando llover y extrañando el tiempo donde la vista podía
perderse más allá del balcón de enfrente. Todo a mí alrededor eran edificios.
Escuché voces y miré hacia allí, podía ver frente a mí una pareja en una
situación muy romántica, se abrazaban y besaban. O eso es lo que creí ver.
Me quedé, indiscreta pero curiosa,
él la levantó por la cintura, la alzó y la sentó en la baranda, hablaban
bajito, pero me pareció escuchar que ella estaba diciendo que no lo haga, ¿Qué
no haga qué? Pensé. Entonces él la soltó y la empujó. Ella dio algunos
manotazos al aire, alcanzó, al fin, a sujetarse del saco de él, pero él dio un
salto hacia atrás. La chica cayó y junto a su
grito, el mío. El miró hacia donde yo estaba, divisé su rostro y sus
ojos tenían una expresión cruel. Vos
decís que de aquí no podría haber visto sus ojos, pero no, yo estoy segura que
había maldad en esos ojos. Tenía el pelo largo y rubio con algunos rulos, además,
y esto no vas a creerlo, pero estaba vestido de policía. Corrí hacia adentro y
bajé la persiana. Recién en ese momento me dí cuenta de lo que había sucedido,
había presenciado un crimen. No podía respirar, pensé llamar a alguien, pero ¿a
quién? ¿a la policía?, sentí nauseas y las manos me temblaron. Tenía mucho
miedo. Al rato escuché la sirena de la policía. Bajé. La gente decía que se
había suicidado. Que la chica vivía sola. Me decidí y me acerqué a hablar con la policía. Lo descubrí a lo
lejos, el tipo rubio me miraba. Clavó su mirada en mí. Me congelé y regresé a
casa.
Sabía que estaba muy mal callar lo que sabía, así que lo escribí y me quedé toda la noche con el
papel en la mano.
Al otro día ya lo había pensado y había
decidido ir a la comisaría. La lluvia continuaba cayendo desde la noche
anterior, quise tomar un taxi, pero todos pasaban ocupados. Me dirigí hacia el
subterráneo, caminé hacia la esquina y allí estaba el rubio de pelo largo
recostado en la pared. Empezó a caminar detrás de mí. Me metí en el subte casi
segura de que lo había perdido y fui al trabajo, dejé la denuncia para más
tarde.
El día en la oficina se me hizo
interminable con la duda continúa de cumplir con mi deber y el temor. Salí un
poco más tarde de lo que acostumbraba. El rubio de pelo largo estaba ahí, esta
vez vestido con un jeans y una campera, igual yo lo reconocí enseguida. Me
preguntaba cómo era posible que supiera donde trabajaba, quería decir que me
había seguido. Comenzó a acercarse, yo crucé
corriendo la calle, al salir me había olvidado el paraguas y el agua chorreaba
por mi cara y mi cabello, veía todo borroso. Sentí una mano que me sujetaba del
brazo, grité y me safé de la garra que me aprisionaba. Corrí mas rápido,
esquivé un auto y alcancé a llegar a la vereda pero la mano me había agarrado
más fuerte, y no lo pensé, en ese momento se acercaba un colectivo, yo lo
empujé, él resbaló y cayó hacia la calle. Escuché una frenada, un golpe y un
grito. Al principio no quería mirar, pero luego me dí vuelta. En el suelo
estaba el asesino, y no sé, habrán sido los nervios o el alivio pero me dio por
reír. Me impresiona mucho la sangre pero esta vez me acerqué, quería cerciorarme
que estuviera muerto. Cuando alguien dijo que no respiraba me alegré aún más,
no sé si está bien lo que siento, pero esto sí que es justicia.
Estela, mayo 2013
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