martes, 13 de agosto de 2013
Carlos Pelo (Eli)
Ya podría
jubilarme pero debo reconocer que aún me gusta mi trabajo. Ya no lo hago por
dinero pero sí por diversión. Me dedico desde hace varias décadas a sacarle las
pelotitas a los pulóveres. Sucesivas crisis en el país, apego por determinadas
prendas, artesanía por mi parte, en fin, diferentes causas hicieron de mi tarea
una agenda completa, una vida agitada y viajes por todo el país.
Me llamo
Pelo, Carlos Pelo. Debería haberme llamado Lana, pero uno no elige el apellido
ni de sus padres, ni de sus abuelos. Algunos se llaman Seisdedos, otros
Barriga, otros Fémur, y a mí me tocó Pelo.
Mi trabajo
consiste en, a través de una delicada técnica y una afilada rasuradora,
devolverle la vida a los pulóveres. La vida, el brillo natural, la suavidad, el
glamur, bueno…esto último solo a aquellos que lo tenían, o simplemente la
utilidad. La utilidad puede ser muy variada, la gente quiere tener el pulóver
en condiciones para seguir yendo al trabajo solo y exclusivamente con él, o
porque es el más adecuado para ponerse debajo del abrigo entallado, o porque se
lo regaló un ex muy recordado, o para que continúe siendo el suave colchón de
su mimado perro.
Muchas
personas me cuentan que intentaron implementar mi recurso por sus propios
medios y no tuvieron éxito. Rompieron la manga, agujerearon el abdomen,
rebanaron el cuello, etc. Por lo general se referían a los pulóveres. Por otro
lado, han buscado copiar mi técnica buscando igualar el elemento de rasurado,
llámesele maquinita de afeitar, media tijera, cuchillas, afeitadora. “El
secreto está en el filo” he repetido una y otra vez. Entonces, los clientes a
los que visitaba, me narraban todo tipo de experiencias relacionadas a cómo
investigaban la manera de lograr el filo adecuado, perfecto, inmaculado.
También sin éxito. El punto aquí es que he escuchado a lo largo de todos estos
años de profesión, relatos sobre cómo encontrar el filo justo lo
suficientemente trágicos como para decidir omitirlos o guardarlos en mi propio
manual de lo que no se debe hacer.
Voy a
domicilio con mi pequeña valijita. Cuando estoy llegando escucho: “¡Llegó
Carlos!” la mayoría son clientes de hace muchos años que ya saben cómo
esperarme. Necesito buena luz, natural o artificial. Una mesa sin otros objetos
sobre ella para poder tirarme, estirar mi brazo, recostarme y hasta acurrucarme
para lograr la perfección. Y sí o sí, agua bien caliente para que me tome un
mate. Lo aclaro al momento de pactar mi trabajo, sobre todo a mis nuevos
clientes. Yo llego y todo debe estar preparado. Mi mesa, mi mate. El tiempo que
me lleva cumplir mi cometido varía según el tamaño de la prenda. En
consecuencia, también variará el costo. Mi tiempo es muy valioso.
Con las
diminutas pelotitas de lana que voy retirando, armo pelotas que luego también
vendo. Los restos van a mi valija y cuando llego a casa los clasifico según el
color y la textura. Mi casa, en realidad la casa de mi madre pues aún vivo con
ella, tiene un cuarto exclusivo con mis pelotas de lana esperando a ser
vendidas. Se venden para relleno de todo tipo, para decorar árboles navideños,
para extensiones de pelo con rasta, para juguetes de gatos. Mi mamá me ve
llegar pero igualmente me pregunta: “¿Llegaste Carlos?”. No le respondo. Y
enseguida continúa: “¿Más pelotas?, ¿cuándo sacás tus pelotas de esta casa?” No
le contesto, sé que me lo dice porque me ama, sé que no quiere que me vaya, sé
que mis pelotas le resultan encantadoras.
Mi vida
personal es todo un éxito. El hecho de ir de acá para allá me hizo conocer
muchas mujeres. Un día una, otro día otra, en fin, me adoran. Lo que no
entiendo bien es por qué no quieren volverme a ver. Las invito a venir a mi
casa a tomar el té con mi mamá o leche con vainillas o mate pero me explican
que tienen algo que hacer que se los impide. Estoy empezando a pensar que no
son tan ricos los tés que hace mi vieja. Pero mujeres no me faltan, soy un
ganador. Mis nuevas clientas siempre son perfectas candidatas o la prima de la
amiga de alguna de ellas. Y debo ser muy conocido porque al llegar a sus casas
también escucho: “¡Llegó Carlos, llegó Carlos!”. Dos palabras que el sexo
opuesto pronuncia con mucha dulzura, sé que me esperan, sé que quieren una
historia conmigo.
Además tengo
muchos amigos y una vida social muy activa. Sin ir más lejos, mi vecino es uno
los mejores. Siempre me pregunta cómo va mi trabajo, cuánta lana tengo, si le
puedo sacar la basura porque él anda un poco resfriado y si puedo llevar a su
perro a dar unas vueltas porque tiene asuntos muy importantes y que no puede
hacerlo. Salgo a hacer las compras con él o afilo mis herramientas u organizo
mis sobrantes nuevos de lana con el pichicho tirado al lado. Cuando empieza a
jugar con las pelotas o hace pis en el sillón del living y escucho los gritos
de mi mamá, decido llevarlo nuevamente a su casa y, mi vecino, siempre está
para recibirlo.
Mis
contactos, tantos propios como laborales, los genero y los mantengo sin
tecnología. Lo mío es a la antigua, de boca en boca. Siempre llevo mi pequeña
agenda en el bolsillo porque la calle es mi oficina. Pacto encuentros y vendo
mis coloridas pelotas. Así, cada vez que salgo de mi casa escucho que me gritan: ¡Don Lana!, ¡Lanudo!, ¡Carlos
Pelo!, ¡Pelotudo! Lo último lo escucho más de las mujeres, no sé por qué.
Eliana
Barriga
El regreso de Carlos (por el Hueso)
Carlos
era un solterón, pero no un solterón por falta de oportunidad, a él le sobraban
las candidatas. Cambiaba de novia como de autos, típico Don Juan. El pueblo es
más bien chico, pero Carlos se las había ingeniado para tener más novias que
nadie. Le contaban más de cincuenta sólo del pueblo, pero con ninguna se había
ido a vivir. Nunca abandonó a su viejita, como él le decía ¿Para qué?,
preguntaba y abría bien grande sus ojos claros ¿Para qué querés?, para que te
hinchen, para que te controlen horarios.
Siempre andaba impecable. Los domingos solía
usar un traje blanco, íntegramente blanco: corbata, zapatos, pañuelito salido
de la solapa bien doblado y hasta un sombrero, todo blanco. Así estaba aquel
día. Ni bien llegó al almacén de Doña Clotilde y fanfarroneó que su traje hacía
juego con sus dientes, y había que darle la razón, sus dientes también blancos brillaban
como en una publicidad de pasta dental.
Don
Antonio lo miró, fue como si viera un fantasma y buscó a su hija Margarita, que
ya estaba a punto de merecer. No lo culpo. Los trece son el terror de los
padres, cuando las hormonas se alborotan. No es fácil para un padre de una nena
de trece que Carlos esté cerca. No por nada es el número de la desgracia. Era
gracioso observar a Don Antonio perseguir a su hija en todo el mercado. Intentaba
meter todo rápido en el canasto. Se le caía la lista de los mandados y miraba
de reojo a Carlos, mientras la frescura de Margarita se exhibía entre las góndolas,
mezcla de ingenuidad y provocación.
La
viuda Clotilde examinaba desde la caja. Ni una mueca, ni un solo gesto. Sólo ojos
que seguían a Carlos, lo veía pasearse entre los estantes, tomar algún
producto, darlo vueltas, mirar el vencimiento, el precio, devolverlo al mismo
lugar y sobre todo, relojear a Margarita, mirarla caminar, espiarla con disimulo.
Carlos
caminaba suave y seguro, cada paso parecía calculado. Los cachetes de Don
Antonio enrojecieron de furia cuando se acercó a hacerle una reverencia a
Margarita, quién sonrió nerviosa. Don Antonio se interpuso entre ellos de un
salto, estuvo rápido de reflejos. Los hombres se miraron fijo, se midieron.
Margarita, ¿acaso habría temido que la cosa termine mal? ¿Ocultaba algo? Sujetó
a Don Antonio del brazo y lo arrastró hacia los lácteos, el aire se distendió al
menos un poco, ya se encontrarían en la caja.
Carlos siguió
hasta la góndola de vinos. Parecían boxeadores en sus respectivas esquinas.
Carlos levantó un cabernet, miró el color bien oscuro del vino a la luz que
atravesaba la puerta de vidrio, aprovechó el descuido del papá para giñarle un
ojo a Margarita y hacerle una media sonrisa. Ella cerró los ojos y buscó aire
para sobrellevar la incomodidad que le impedía respirar o era una postura de
actriz antigua, Rita Haywort, Marilyn.
Don Antonio
preguntó a su hija que marca de leche compraba su mamá y ella giraba la cabeza
y se ponía de espalda, mientras trataba de responder con palabras que soplaba.
Buscó enojado a Carlos, que seguía entre los vinos, ahora con un merlot en la
mano, había puesto el pulgar en la cavidad
del fondo. Me miraba y, en una clase de refinamiento, evaluó que era un
buen vino, preparado para que el garzón lo pudiera servir. Había una sonrisa pícara
que no se alteraba mientras hablaba y a mí me dio ganas de entregarlo al pobre
Don Antonio. También era cierto, esto hay que decirlo, que Margarita había
abandonado ya la postura de niña tímida y ahora caminaba contorsionando la
cadera hasta su límite y se detuvo frente
a la puerta vidriada. Juntó las piernas, se arqueó, se miró detrás y bajó suave
una pestaña en dirección a Carlos . Qué lindo culito, susurró Carlos.
Yo miré
a Margarita y en forma automática a Don Antonio, que quedó derrotado, miraba al
piso. Miré a Carlos que caminaba triunfante
hacia la caja, le hizo un rodeo a Margarita, sin dejarse de mirar fijo. Yo fui
por detrás, ambos me ignoraron, ni siquiera se dieron cuenta.
Doña
Clotilde aguardaba detrás de la caja. Carlos dejó sus productos en el mostrador,
ella los tomó, eran dos vinos, un coñac y un queso gruyere, y los pasó por el
lector de la caja, pero antes de decir cuánto debía, lo sujetó de una mano, se
la acarició. Carlos le sonrió y su media sonrisa se empezó a desdibujar.
Me di
vuelta para mirar a Don Antonio, ninguno de los dos entendía muy bien lo qué
pasaba.
Carlos
intentó retirar su mano con delicadeza pero Clotilde se la sujetó más fuerte,
mientras lo miraba a los ojos forzando el contacto y se pasó la lengua por los
labios.
¿Por
qué no buscás una mujer?, preguntó Doña Clotilde con firmeza. Dejá de perseguir
nenas.
Hubo un
silencio. Nadie se animó a decir nada. Carlos me miró, creo que para que lo
ayude a responder. No creo que haya sido de mucha ayuda, mi cara permaneció
petrificada. Podría haber negado con la cabeza, sólo había que ver a Clotilde.
Lo debía doblar en edad. Era grotesco ver su cara de tortuga arrugada,
seductora, sentí pena por Carlos, el partido cambiaba de rumbo.
Carlos
retiró la mano de un tirón. Balbuceó algo así como: no, no, me tengo que ir.
Don Antonio rió a las carcajadas, era su reivindicación. La señora te hizo una
propuesta, gritó mientras Carlos abandonaba el pedido tirado y se marchaba apurado
del mercado.
Después
de eso, volví a ver a Carlos dos veces. La primera hace dos semanas, pasó por
la calle y saludó apurado desde lejos, no se acercó. Era domingo y no usaba su
traje blanco. Ayer sí tenía puesto su traje, impecable, brilloso, como si lo volviese
a estrenar. El sol se acababa de poner y lo seguí. Intuí que no iba a dejar las
cosas así, qué tendría su desquite con Margarita, con Don Antonio. Eso era lo
que también me hubiese gustado. Nada más pena que un galán derrotado, un no
galán, un contrasentido, un nada. Lo habían humillado a él. No podía dejarse
derrotar así por la vieja Clotilde, que se había colado en el partido sin
permiso de los jugadores.
Le deseé suerte y lo seguí bien oculto entre los
árboles. Para ser su espectador, su testigo. Caminamos por dos cuadras. Se
frenó en el mercado de Doña Clotilde, ¿le sacaría la lengua? ¿Le demostraría
que seguía de pie a pesar de lo que le había hecho, que seguía siendo un galán,
más aún, el galán del pueblo, que no había sido derrotado? Si era así, ¿para
qué sacaba ese ramo de rosas rojas? Carlitos: la hermosa larvita de Carlos (el gusti)
Para
recuperar ese placard había probado de todo: pastillas, aerosol, trampas, hasta
el gas exterminador. Junto a Carla tuvimos que mudarnos una semana a lo de mi
suegro. Al volver arañas, moscas, mosquitos, cucarachas, inclusive una rata patas
para arriba pero polillas ninguna. Me resigné e hice un trato tácito con aquellas
polillas invisibles. Me tomé el tiempo e hice el ritual: velas rojas, semillas
de choclo, plumas de gallina y lo más importante, otorgué un placard entero lleno
de ropa para las hambrientas alimañas. Eso sí, no podrían tocar el otro
placard, el que sería para mi, Carla, y claro está, también para cuando llegara
el pequeño Carlitos.
El
avanzado embarazo generaba que cada día se multiplicara por dos. Cuando salía
para el trabajo, Carla estaba echada en la cama panza arriba mirando tele y de
la misma manera la encontraba cuando volvía. Le comenté lo de las polillas
invisibles y me aconsejó gritándome: “Carlos, ni se te ocurra tirar otra vez
ese gas exterminador”.
Se
acercaba la fecha y la presión aumentaba. Yo era el encargado de llamar todos
los días a la partera que después de la quinta convocatoria me contestó: “Mirá
Carlos puedo entender que estés ansioso pero esforzate en contabilizar una contracción
cada cinco minutos”. Y mi casa era una maternidad, y no porque se veía en la
cara de Carla sino porque estábamos rodeados de huevitos, de voraces larvas y
polillas hambrientas. Yo lo único que temía era que esas polillas asesinas se
comieran al Carlitos que vendría seguramente en nuestra colcha, espacio feliz
para una filosofía naturista y también microcueva donde habría huevos de
polillas acechantes.
Y
aunque el parto era inminente, porque estábamos pasados de la fecha, Carlitos
ni asomaba. Pateaba de vez en cuando o peor aún el movimiento de la panza se
asemejaba a las más salvajes arenas movedizas del desierto del Sahara, hasta parecía
el aleteo de una pequeña larvita.
Hasta
que una tarde de domingo me recibí de partera en medio del mate con café con
leche. Y lo curioso fue que Carlitos pesaba bastante quizás porque llegó
vestido. Sí con ropa. Remira, mediecitas, pantalón, escarpines y hasta un
gorrito de lana. Y aunque lo besé como si todo era normal, no lo podía creer.
Me fui al baño y juré dejar los ácidos de naftalina para siempre. Cuando volví para
abrazarlo y mimarlo, Carla lo cubría bajo su ala y no me lo dejaba ver. Me dijo
que ya había desechado la placenta, además de cortado y atado el cordón
umbilical. Le creí todo. Y se me adelantó a mi intención sensiblera de acovijar
a la larva recomendándome no contratar a la partera. Pero yo no le seguí su
treta porque era claro que quería desviar la atención. La miré fijo y le dije: “Creo
que le debés una buena disculpa a la señora polilla de la cual desconfiaste
todos estos meses y a todas las larvitas que conviven en nuestro monoambiente”.
“Y también vos al señor polillo del placard de al lado”, me contestó y sonrió desde
su cansancio materno.
Y
yo desabrigué al hermoso bebé que aleteaba inquieto. Y para ponerlo a tono del
insoportable mes de enero, tuve que asumir mi nueva condición civil para ir a descubrir
y deglutir alguna riquísima lana que se encontrara en desuso del distraído
vecino de nuestro abundante y generoso monoambiente.
El Gusti
La llegada (Saverio)
Con esto del
embarazo se complicó todo. Ahora no voy a poder seguir trabajando de lo que
quiero, ni donde estoy. Voy a tener que mudarme a la provincia, porque el
trabajo de mi marido es mucho mejor remunerado que el mío y como no voy a poder
trabajar por largo rato, además cómo voy a hacer para cuidar al bebé, sola
mientras él trabaja a 1500km de distancia. Buenos Aires es maravillosa, pero
tampoco por eso voy a admitir que para un bebé sea maravillosa. Acá todo es más
deshumanizado que en el interior. Salta no es una ciudadcita, también hay que
admitir que es como Buenos Aires. Y allá las diferencias sociales son casi más
marcadas que acá. El peso de la iglesia allá es refuerte. Además después de ser
madre me va a costar más encontrar un trabajo para mi sin que me señalen como
la porteña desalmada que prefiere trabajar antes que cuidar a su hijo.
La verdad que no sé
qué está bien. Si pienso en lo práctico tendría que aceptar la mudanza
definitiva a Salta y listo. Mi marido es divino pero también estamos cómodos así, después de dos años la relación es casi
más cercana. Él viaja una vez por mes acá y yo hago lo mismo una vez por mes
allá. Con esta manera mantenemos una buena relación de pareja sin que
interfieran ni la ropa tirada en el suelo, ni la tapa del baño levantada o
bajada, ni cosas así que son manías de
cada uno y que todos los días al final suman o restan, según el humor de los
dos. Eso lo evitamos con la distancia y entonces cada 15 días somos felices.
Además nos extrañamos más y tenemos la sensación de vivir en eterno romance.
Un bebé ahora, es
raro hasta pensarlo. Siempre me gustaron los bebés, pero después crecen. Con
Sonia somos amigas desde la secundaria. Nos encantaba salir juntas, aunque las
otras chicas no quisieran o tuvieran que hacer otra cosa, nosotras nos
arreglábamos para salir juntas, o pasar toda la tarde tomando mate o ir a una
feria. Ahora es mama de dos nenes
divinos, Matías de 3 y Lola de 5, yo soy la madrina de Lola. Tampoco me arreglo
mucho cada vez que la voy a visitar, me dí
cuenta que se sentía mal y siempre se estaba disculpando conmigo por estar
desgreñada, en pantuflas, claro me dí cuenta que este cambio apareció cuando
llegaron los nenes a su vida. Además Carlos no es el padre moderno que ayuda en
casa y ella dejó la carrera para casarse, después llegaron los nenes.
Yo me dije que no
sería mi caso, claro que me case mucho más tarde, ya había terminado pediatría
y conocí a mi marido mientras hacía las prácticas en el 2005. Pasaron años y
siempre que hablamos de bebés era para más adelante, cuando acabáramos con la
hipoteca, cuando lo ascendieran a él en el trabajo, cuando me hicieran fija a
mi, después lo trasladaron al NOA, después vendimos la casa y compramos el
departamento, después es ahora con ocho años más cada uno y dos semanas de
retraso que tendría que llamarlo 6 semanas de gestación. Todavía no lo sabe
nadie. Tuve siemrpe razones para no ser madre aunque Sonia me decía lo felíz
que era con sus hijos, nunca me lo creí para mi misma. Quién manda que ser
madre está mandado? Lo que más rabia me da es que siempre nos cuidamos. Para
que yo descansara de las pastillas, empezaba a cuidarse él, nos alternábamos la
responsabilidad pero algo falló la última vez. Y acá estoy con el dilema de
seguir adelante o no, justo yo que trabajo con nenes y bebés todos los días,
cuidándolos, recetándoles medicación en el hospital y el consultorio, hablando
todo el tiempo con los padres del crecimiento, las etapas, los cuidados, dando
recomendaciones, consejos, y ahora estoy justo del otro lado, aunque aún no lo
sepa nadie, ahí está esperando nacer.
Era cuento lo de la
dulce espera. Algo la hace eterna e insoportable, ya estamos en otoño y la
verdad es que desearía que fuera septiembre. La diferencia entre la pera y el
tren es que la pera es pera y el tren se espera, pues lo mío es un tren.
Hoy atendí a un
nene divino que se llama Carlos, su mama es tan dulce con él, que me pregunto
si esta panza que tengo me dará un nene así de soñador y cariñoso como
Carlitos. Mi marido se llama Alberto y está tan felíz! No pensé que a pesar de
las complicaciones iba a cambiarle tanto el humor, no es que sea hosco pero de
haber sido siempre un ser práctico ahora se ha vuelto un ser ansioso y nada
previsor, todo le parece color rosa, creo que no entiendo a los hombres, cuanto
más se necesita la mente fría, más se ablandan, igual no lo culpo, la verdad es
que de los dos, él es el que más quería ser padre y verme como madre. Hasta
pidió de nuevo el traslado a Buenos Aires pero está difícil, porque volvería a un
puesto menor y volver a empezar, cosa con la que no estoy de acuerdo.
Igual Salta es
bonita, pedí una semana en el hospital y estoy pasando unos días de invierno
más cálidos que en Buenos Aires, esto me alivia un poco y Alberto está tan
atento a mi, que me siento una reina. Casi no me deja ni cocinar. Hoy me llamó
para decir que me preparara que en cuanto llegara nos íbamos directo al centro
a un restaurante a la vuelta del Cabildo donde hacen un locro suave con un
toque más salteño, bueno, la verdad que no sé cuál es ese toque pero allá
vamos. El cielo de acá es de un azul tal intenso que mirarlo me lleva a un
lugar de paz y felicidad. Siento que este es un buen lugar para vivir.
En el restaurante
empezamos como siempre con unas empanadas y una humita de choclo dulce. Alberto
me preguntó qué me pasaba porque de repente debo haberme puesto pálida. El
señor de la barra nos miró y se acercó a preguntar si estaba todo bien. Dijo
que había tenido que asistir a su señora dos de las veces que fue madre, y que tenía
experiencia, que no nos preocupáramos. Mi marido llamó a la ambulancia del
seguro y mientras llegaba, también llegaba con todas sus fuerzas y mis dolores
increíbles, a los brazos de este señor y en el suelo del restaurante, una
bebita impaciente y preciosa llamada Carla.
Saverio Longo
Amsterdam,
9 de agosto de 2013
El regreso de Carlos (Estela)
No podía
dejar de mirarlo. Los ojos cerrados, sereno, pálido. Me aferré al borde del
cajón y me quedé ahí, no sé cuánto tiempo. Aletargada, sin emociones, ausente.
Aún me costaba creerlo. Pensé en el error que cometió Carlos al regresar. Había
pasado ya mucho tiempo y yo ya lo había olvidado.
Alguien detrás de mí murmuró palabras que se
repiten en todos los velorios: “parece dormido”. Y sí, parecía dormido, pero estaba muerto.
Mi tía se
acercó y me dijo: “llorá, nena, te va a hacer bien” yo no podía llorar y
tampoco quería. El nene vino y se me prendió de las piernas, lo levanté en los
brazos.
─ Papá,
papá, ¿que le pasa a papá?─ Preguntó.
Entonces se
lo expliqué.
─ Papá se
va al cielo.
─ Pero, ¿se
va solo?, va a tener miedo ─ dijo
─ No, el
santito lo va a acompañar ─ lo consolé.
El nene
lloró, se lo dí a mi tía y volví a mirar a Carlos. Saqué la imagen de san la
muerte y se la puse entre las manos. Frías las manos. Temblé. Y entonces repetí
el ritual: “cuidalo san la muerte”, rogué como tantas veces lo había hecho
desde que me enamoré de Carlos. Cuando era pequeña mi madre me había enseñado
que San la muerte es el santo que ampara a quienes viven en peligro. Y así
vivía Carlos, siempre escondido, planeando el próximo robo.
Para Carlos
era importante que lo acompañara al santuario cada vez que se le presentaba un
trabajo. Íbamos juntos y le rezábamos. Carlos decía que el santo lo protegía
porque era yo la que intervenía a su favor. Y siempre fue así, el santo lo
cuidaba, inclusive en el robo al banco de la costa, cuando las cosas salieron
mal y la policía los persiguió. Hubo un tiroteo fatal y Carlos fue el único que
pudo escapar y entonces lo confirmó:
─ Este
santito me quiere porque yo siempre me porto bien con él, pero más te quiere a
vos.
Cuando
íbamos llevábamos una ofrenda de bebidas especialmente caña, a veces whisky y
encendíamos velas durante varios días. Nos arrodillábamos frente al altar y
orábamos. El santo era un esqueleto tallado en huesos cubierto por un manto
rojo que nos miraba con sus ojos también del color de la sangre, la misma
sangre que une a todos los seres humanos, reflexionaba Carlos. Yo lo
contemplaba siempre con algo de temor. La guadaña que sostiene en la mano
derecha me inquietaba, no me dejaba olvidar que todos caminamos hacia un mismo
destino, pero yo quería cambiar el destino de Carlos, deseaba que nada le
pasara, que si había disparos ninguno lo rozara. Con eso me conformaba, porque
ya había renunciado a rogarle que dejara el delito para siempre. Creíamos mucho
en san la muerte, hasta nos habíamos tatuado su imagen en el hombro y debajo
nuestros nombres, con la confianza de estar
unidos por algo superior. Por eso yo no pude aceptar que él me
abandonara así. Pero sucedió.
Un día
Carlos se fue, después de un robo importante desapareció. Al principio me
desesperé, pensé cosas horribles, pero luego supe que simplemente se había ido
a Brasil y allí tenía una novia, eso me lo contó Ramiro que estuvo con ellos un
tiempo. Pasó más de un año. Un día lo vi llegar, tranquilo, como si se hubiera
ido ayer. Venía caminando con la camisa abierta y la medalla con el santo en el
pecho, yo se la había regalado. Yo, que había vivido todas las instancias del
amor, la angustia, el miedo, el rencor,
el odio y al final la indiferencia, ahora lo tenía allí exigiéndome que todo
fuera como antes.
De alguna
forma se había enterado que yo ahora estaba con el tucumano. A mí me molió a
golpes y a él lo dejó tirado en la calle con una puñalada en el hombro.
Yo lo había
amado mucho, lo había extrañado y había deseado que regresara, pero no ahora,
cuando había conocido al tucumano y me había mostrado que podía tener una vida
diferente, mas tranquila. El tucumano trabajaba en un mercado, quería al nene,
me llevaba a pasear, ya no había zozobras ni noches en vela esperando muerta de
miedo que Carlos llegara sano sin heridas. Con el tucumano no vivíamos juntos,
porque para todos yo seguía siendo la mujer de Carlos, y aunque no sabia donde
estaba seguía ligada a él de algún modo.
─ Porqué
regresaste le grité desde el piso, ojalá te hubieras muerto ─ no terminé de
decirlo porque me pateó en el estómago. Y otra vez la vida desolada de antes. Y
la mística de san la muerte.
Yo tenía un
altarcito armado en un rincón del dormitorio. En una mesita estaba la estatua
sobre un mantel negro. La había hecho bendecir. Llevé la estatuita del santo
escondida entre la ropa del nene, porque el sacerdote se negaba hacerlo, me
decía que era un rito pagano. Pero no me importó, engañé al sacerdote para que me diera la
bendición. Y peregriné por siete iglesias disimulando la figura con complicidad
de mi hijo. No me importó la mentira, yo sabía que esta era la única forma de
que se realizaran los milagros.
Pero, igualmente, Carlos quiso ir al santuario.
─
Acompañame me dijo, y fuimos. Por eso supe que al otro día era el asalto. Tomé
una decisión y esta vez le pedí algo especial. Me arrodillé frente al santo
tallado con huesos humanos, en la mano aferraba la guadaña y parecía que me
amenazaba. Le recé con toda mi fe. “Escuchame por favor” supliqué.”Vos sabés lo que es bueno para
todos”. Y entonces hice el pacto.
Miro a
Carlos muerto, con la certeza de que se terminaron las esperas, entonces saco
la medalla del santo que me dio la policía cuando fui a reconocer el cuerpo. Estaba
entre sus cosas junto a una foto de los tres, él, yo y el nene. Lo beso y le
agradezco: “gracias por concederme esta gracia, san la muerte”, con cuidado se
la coloco a Carlos en el cuello. Y salgo a la calle, sé adonde voy, y tengo miedo
pero debo cumplir mi promesa. El chamán me espera. Me duele cuando corta la
piel y abre mi carne para colocarme una pequeña imagen de san la muerte ahí
dentro de mi cuerpo. Me duele mucho y yo quiero que me duela así puedo llorar.
ESTELA,
AGOSTO 2013
El guante (Gaba)
Cinco dedos, ni mas ni menos, marcados en
la cara. El guantazo no dolió tanto como el orgullo. Delante de todo el mundo,
en plena fiesta de cumpleaños de mi prima, la rubia esa, maldita, me encaja un
guantazo en plena cara diciendo, con voz impostada:
_La desafío, usted ha profanado mi honor y
el de mi familia y deberá responder con su vida por esta afrenta. Le enviaré
mis madrinas a la brevedad.
No pude decir nada, tenía razón, había
además testigos, yo le falté el respeto a su marido, quería seducirlo, él me
miraba y me miraba y la verdad es que es tan bello, no pude resistirlo... Pero
no había logrado mucho tampoco, apenas una noche a escondidas en una cocina
sucia, no es justo pagar con mi vida... digo...
Códigos, códigos, es cierto, entre mujeres
no nos vamos a andar con vueltas, y la tentación nos tiene siempre al borde del
abismo, y yo caí. Enfin, ahora era cuestión de esperar a las madrinas elegir el
arma, rogar por salir con vida y seguir adelante.
Amaneció como debía ser, con niebla y frío,
un día silencioso como un entierro y ya vestida esperé en un claro del Bosque
de los Arrayanes, a que llegara mi contrincante.
Como arma yo había elegido el cuchillo de
cocina, después de todo mi familia los usa desde tiempos inmemoriales, antes de
la Verdadera Liberación todas eran esclavas cocineras... Mi desafiante prefirió
el lampazo con querosén, se usa apagado primero para empapar al enemigo y luego
se enciende con un sistema eléctrico.
Tuve tiempo de prepararme con ropa gruesa (no se permite ropa ignífuga)
y además me vine con la remera mojada abajo.
La prensa ya estaba en el lugar, los
programas de chimentos iban a mostrar en simultaneo la pelea.
Realmente detesto ese tipo de
programas, no entiendo como a pesar de la revolución esas porquerías
sobrevivieron. Y yo que de todo lo malo le echaba la culpa a los
hombres... pero es que parece ser que
hay cosas que son realmente femeninas... O
talvez la explotación de esos aspectos de lo femenino, la cultura
milenaria de poner en la mujer el chusmerío y la envidia, haya transformado y
calado tan hondo que es difícil erradicarlo...
En fin no es hora de filosofar, se viene aproximando finalmente mi
contrincante con sus madrinas. Ya se siente el olor del querosén...
Iniciado el combate, y tras un par de
golpes de lampazo en plena cara, logré acuchillar a la rubia en un brazo, sangra horriblemente, ella soltó el
lampazo, y yo me tiro encima pero con el
otro brazo saca un encendedor y me prende fuego, logro clavarle el cuchillo en
el cuello, esta vez es fatal, en llamas salgo corriendo y me tiro en el pasto
húmedo, me revuelco y se apaga pero arde, tengo la ropa pegada a la piel, la
cara quemada.
Ya no se ven los cinco dedos del guantazo,
mi cara queda deformada para siempre por el fuego, pero ella murió por el honor
de su familia, yo llevo mi indignidad grabada a fuego en la cara.
A veces extraño los cuentos de princesas que contaba mi abuela...
Gaba Echeverria
Recojer el guante (Saverio)
Rescatado del
miedo, volvió a su rutina diaria. Habían pasado ya dos semanas desde que lo
habían internado de urgencia en la residencia rural, por un fallo motor,
producto de graves tensiones emocionales.
Con aparente
mejoría y aún con tratamiento farmacológico le dieron el alta y la recomendación
de ser asistido las 24 hs. por un enfermero especializado en pacientes con
problemas motores.
La reacción fue de
rabia e impotencia. Apenas podía levantarse de la silla y caminar con un
trípode bajo la atenta mirada del enfermero que 4 veces diarias lo sometía a
ejercicios de rehabilitación.
Así habían
transcurrido ya 3 semanas más desde la vuelta a casa. Lo visitaban a diario su
hermana y sus sobrinos. No contaba con el apoyo de su hijo que vivía en el
extranjero hacía ya 4 años. Tampoco lo hubiera esperado. Sabía que su hijo no
se fue solo por estudios. Tras muchos años de peleas, había tomado la decisión
de alejarse de su padre y hacer su vida desde cero como un paria sin pasado.
Al mes siguiente, y
de improviso, recibió por e-mail, la noticia de que Julio Diestres, su hijo,
había tenido un accidente cerebrovascular mientras dictaba cátedra en la
facultad de ingeniería de la Universidad de Barcelona. Apenas si sabía que su
hijo estaba en España y ahora se enteraba que yacía en un hospital sin más
visitas que sus alumnos y colegas de la facultad.
Alguna vez hubiera
querido verlo antes de morirse pero siempre lo había dejado para más adelante.
No podía entender cuáles habían sido esas diferencias tan graves que lo habían
dejado sin hijo, sin nietos, sin compañía. Y tal vez ya no lo supiera nunca.
Cojió el guante que le echaba a la cara el destino y decidió en su estado
calamitoso, viajar al viejo continente para ver a su hijo y traerlo de nuevo a
estas tierras.
Parece que la vida
nos reúne a padre e hijo en la escena de los tullidos, hijo mío- Le dijo a un
Julio inconsciente y entubado en la camilla del hospital de Mar donde yacía.
Un duelo para el
que no estaba preparado. Un baile del que no sabía los pasos y tenía que
improvisar si quería seguir bailando.
El guantazo al
orgullo, al ego que los había podrido por dentro, estaba ahora tirado en el
suelo, fermentandose aún más con las lágrimas que vaciaban sus ojos de orgullo.
Sólo dolor y poca vida por delante lo aferrarían a un hijo que presente, seguía
lejano en el coma sin fin, y con pronóstico reservado.
Tras dos meses,
Julio comenzó a balbucear algunas palabras, la vista no la recuperaría nunca
pero la mirada dura e impenetrable la sostendría siempre que escuchaba la voz
de su padre, quién había hecho los arreglos para quedarse ya definitivamente en
Barcelona, al cuidado de su hijo en su casa del Ensanche, donde asistía a
diario un enfermero y el kinesiólogo que mantenía a su hijo activo físicamente,
con masajes y ejercicios de rehabilitación.
Hacía décadas que
no escuchaba hablar en catalán. La burla del destino le jugó con su hijo, lo
que él jugó con su padre. Cuando con 17 años salió airado de su Girona natal y
se subió a un barco que lo cruzó al otro lado del charco para nunca volver ni
preguntarse por su pasado. Formar una familia nueva, propia, que por algún
motivo incierto, indefinido, lo había traído de vuelta a reparar su destino, a
perdonar y perdonarse. La vida no tiene reconciliaciones gratas. Siempre golpea
duro, atraviesa el corazón y si uno es capáz de entender, entonces sobrevive
para contarlo.
Se quedó con su
hijo y ambos pasean por las calles de Barcelona, uno con bastón, el viejo; otro
en silla de ruedas, el joven.
Amsterdam. 10 de
julio de 2013
Saverio Longo
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