domingo, 10 de marzo de 2013
La milonga de Nelson (el Gusti)
Estaba oscuro detrás de los
cajones. Los puestos del mercado iban cerrando de uno en uno. Nelson escuchaba
en la esquina de San Juan y Boedo la orquesta que tocaba un tango en forma de
vals. Agarró la escoba y golpeó en el piso con fuerza. Ya todos los
trabajadores del mercado sabían que los domingos no era conveniente hablarle a
Nelson. Inclusive esta norma de convivencia la respetaba hasta el más
cascarrabias de todo el mercado, el viejo Nino. En eso se escuchó de fondo un
coro de gol que venía del Gasómetro. Nelson tiró la escoba y se sentó en la
banqueta. Una lágrima cayó por su mejilla mientras suspiró el olor a pescado
mezclado con ciruelas y naranjas. Miró a su alrededor los papeles de envoltura,
las cajas, la fruta podrida y los desperdicios de huesos y grasa que carroñeaban
los perros del barrio, también había maderas con clavos despedazadas. Era común
que los domingos se le sumara al torbellino de clientes del día, los
desperdicios de la semana que había dado vida al mercado de Boedo, nadie barría
de lunes a sábado. Nelson fue adentro del puesto del Tano Nino y agarró una
criolla con cuatro cuerdas. Las mismas cuatro cuerdas que habían venido desde
el Uruguay. Tiró un grave y afinó acompañando con la aguda. No conocía el
nombre de las notas, solo su sonido. Pegó un alarido y llamó la atención de los
feriantes. Comenzó a rasguear una milonga con lágrimas en los ojos. Su voz tapó
el eco de la hinchada que se escuchaba cerca, a solo algunas cuadras. Los dedos
sangraron y también se impuso a la orquesta de la esquina y el murmullo de los
feriantes. De repente, el flaco pescadero cabeceó a la gorda de la panadería; Y
el viejo Nino sacó a bailar a la joven ayudanta, el carnicero de mostachones salió
con el carpintero de barba tupida y el zapatero solo pero con una sonrisa y dos
zapatos en las manos que marcaban el ritmo en el aire. Nelson, al escuchar que la
hinchada se acercaba, se le erizó la piel, dejó la guitarra y fue para el
kiosco de la esquina a esperar a los héroes, a los vencedores del campeonato, pero
por sobre todo ver la sonrisa del compadre Wilson. Y cuando llegó la carroza de
los festejos, Wilson detectó la espalda de su amigo Nelson y le dijo al
conductor del carruaje que se acercara a la esquina. Wilson le extendió la mano
pero Nelson fingió no verlo y se ocultó aún más detrás del kiosco. El ciclón
humano continuó su marcha y dio la vuelta olímpica por el centro del barrio
Boedo.
Nos
encontramos con Wilson para ir al potrero de la calle Colombres. Yo me había
escapado del mercado y me escondía detrás del quisco de San Juan y Boedo. Era
un día importante. Valía la pena que el Tano Nino se enojara, de todas maneras
siempre se disgustaba, que no llegara tarde un minuto, que me peinara, que no
me esforzaba lo suficiente, que era un desagradecido, en fin, todos los días
una mala sangre distinta. Ey Nino! Se va a morir joven! Le decía el carnicero
del puesto de enfrente, pero Nino tenía ochenta y cinco y ni un dolor de
muelas, decía que los italianos del sur eran la raza más fuerte que había
poblado la tierra y todo gracias a la fuerza de la perseverancia, según él
virtud que yo no poseía por ser mulato.
Pero
hoy me arriesgaría, era un día distinto. El hombre del sombrero elegante
estaría en el potrero de la esquina Colombres y Cochabamba. Se rumoreaba que se
llevaría a los mejores para el Club San Lorenzo. Me habían contado que la
semana anterior se había llevado al arquero Cirilo y a Pimpollito, un diez de
los que ya no hay. Pero del otro lado habían quedado casi todos los pibes del
barrio.
La
gente estaba agitada. Gritaban y discutían. ¿nos vienen a ver a nosotros?, me
preguntó Wilson, y yo levanté lo hombros. Con mi compadre pasamos por entre la
multitud que sostenía carteles rojos y blancos. Dejé las sandalias que me había
dado Zulma, nuestra mamá, la criada que nos había adoptado allá en mi lejana tierra,
Tacuarembó. Como los pies de todos los chicos, mis pies se enterraron en el
barro, estaba helado. Como defensor eso me ayudaría porque el terreno empastado
frenaría a los petisos habilidosos que abundaban en Boedo. Con mi compadre
Wilson no nos despegábamos, queríamos jugar juntos. Yo la ganaría en la defensa
y se la pasaría para que mi compadre hiciera el gol.
El señor del sombrero sacó un silbato y formó
la fila. Con Wilson estábamos hombro a hombro, inclusive yo lo agarré del
brazo. Y el hombre comenzó a tocar una por una las cabezas: una para un lado,
la otra para el contrario. Llegó nuestro turno y quise explicarle que con
Wilson íbamos juntos a todos lados. Pero no hubo caso, el señor se rió y dijo
que no me preocupara que toda esta formalidad sería rápida. No lo podía creer,
por primera vez en mi vida estaba enfrentado con mi compadre Wilson, con aquel
que cuando habíamos subido al barco habíamos jurado que nos cuidaríamos las
espaladas por la eternidad.
Se
escuchó el silbato de inicio y cayó al centro del campo la redonda remendada
con retazos de trapos. El lodo atrapaba los dedos como pegamento. El chapoteo
se escuchaba junto al rose de los pies. Wilson corría de un lado a otro pero
solo arrastraba el barro. Barría los charcos y la pelota quedaba atrás, y
cuando volvía para reencontrarse con la redonda una horda de niños se lanzaban
al juego. El barro era injusto: emparejaba a los peores con los habilidosos,
opacaba la virtud. Y a Wilson le entraron los nervios, moriría descargando
carretas en los depósitos del puerto o trabajando de sol a sol en mísero
mercado de Boedo.
Por
mi parte el partido lo tenía resuelto, me llegaba la pelota y no me complicaba,
zapatazo para el otro lado. No me arriesgaría por ningún motivo. Tenía que
estar adentro. La pelota estaba totalmente arenosa. Con cada reviente miraba al
techito donde se encontraba el señor del sombrero elegante. Este asentía, era
la simpleza de juego que buscaba. Resolvía el partido a la vez que resolvía mi
vida. El largo viaje desde las costas orientales cobraba sentido, mi sueño se
hacía realidad.
Faltaba
un minuto y el señor del sombrero me señalaba junto al chiquilín Beppe, que si
bien este había hecho un solo gol, para mi equipo estaba siendo suficiente para
ganar el encuentro. Y en la distracción del partido lo vi a Wilson, a mi
compadre que lagrimeaba haciendo un velatorio en vida de lo que había sido su
lamentable partido.
Y
en el último minuto antes del silbato final, cayó la pelota en mis pies. El
señor del sombrero se puso el silbato en la boca. Faltaban segundos para que
terminara el encuentro. Y otra vez Wilson, esta vez corría hacia mí ya sin
fuerzas, resbalándose como cuando subimos al barco que nos trajo a la ciudad.
Pero esa vez no la reventé. Escuché de lejos al italianito Beppe decir: “tocá
yorugua que lo defino”, pisé la pelota embadurnada en arena y se fue para
adelante. Y se le iluminó la cara al resucitado goleador. Fijó la vista en los
tres palos. Tiré una zancadilla fallida, de esas que les gustan a los
fotógrafos. Pero Wilson la reventó como él sabía, como lo había aprendido en
los campos de Tacuarembó. Y la clavó en el ángulo para que su equipo empatara
el encuentro. Yo me quedé tirado sintiendo la llovizna que rociaba mi rostro.
Miré de reojo al señor del sombrero elegante que le señalaba a su asistente al
negrito Wilson, ese que te definía los partidos hasta en las peores condiciones.
De
fondo se escucharon unos estruendos secos, gritos y corridas. El partido se
terminó con el silbado del señor del sombrero. El barro volvió a estar frío. Fui
caminando para casa traspasando las calles vacías, salteando las banderas rojas
y blancas que yacían esparcidas por todo el piso, la multitud había
desaparecido. A lo lejos se iba el hombre del sombrero elegante mirando al
horizonte junto a su asistente que anotaba
en una planilla dando indicaciones a Wilson y Beppe, el italianito que había
jugado junto a mí en ese domingo de potrero. De la gripe que me agarré falté
una semana al puesto del Tano Nino, que extrañamente aquella vez no me dijo
nada, e inclusive cuando volví a su tienda me recibió con una palmada en el
hombro.
Los guapos (Estela)
Se midieron
con la mirada. La antigua rivalidad surgió nueva y apremiante. El duelo
postergado se imponía. Tierra de guapos y compadritos. El negro Isidro se puso
la mano en la cintura, en un acto reflejo, porque esta vez no llevaba el facón
y el otro, el petiso Leandro, caminó unos pasos hacia él contoneándose
fanfarrón y lo estudió desafiante. “Te
espero esta noche en San Juan y Boedo” le dijo el primero y el segundo no se
achicó: “Allí estaré”. No había que demostrar miedo, aunque el estómago se
subiera a la garganta, son bien machos los guapos de este barrio.
Las mujeres
que los acompañaban, y que observaban el cuadro, también aceptaron el desafío,
ellas eran todo, el regazo que cobijaba, el hombro donde descargar las penas,
incondicionales y allí también iban a defender su espacio.
“Está lista
la ropa” preguntó Isidro a la mujer que cepillaba el chambergo, “ya termino”, contestó
ella mientras dejaba el sombrero sobre la cama y agarraba el saco negro para
quitarle también todas las pelusas que podrían haber quedado. “Apurate, que se hace tarde. Ni un minuto de
ventaja le daré al petiso”. La mujer suspiró bajito “sí, ya lo sé” había miedo
en las palabras pero trató de hablar con tranquilidad, que no se notara la
angustia y la duda, nada debía borrar la confianza que ella debía transmitir.
Pero el
encono era remoto. Lo habían heredado a través de generaciones y aún recordaban
la humillación del tío cuando perdió en la contienda. Le tocaba a Isidro lavar
la afrenta y esa noche saldría victorioso. Ella también era parte y apuntalaba
el acontecimiento.
Del otro
lado de la calle, Leandro también miraba a la mujer que planchaba el pantalón
gris con finas rayas blancas. Se paseaba por el comedor con su sombrero: “Me
gusta lo desparejo y no voy por la vereda, uso funyi a lo Maxera, calzo bota
militar” cantó recordando a Manzi, luego improvisó una coreografía, un
giro, un corte y una quebrada, entusiasmado
y seguro de su triunfo.
Isidro se
miró al espejo, alisó el lengue blanco que llevaba bordada su inicial y ladeó el sombrero impecable. Se gustó, era
la imagen de un ganador, no tenía miedo. No había dudas sobre el resultado.
La noche
llegó a tiempo, ellos estuvieron en la esquina planeada juntos, como si se
hubieran puesto de acuerdo. Las mujeres atrás, engranaje indispensable en el
desafío. Isidro, vestido de negro, evocando la muerte, se tocó el puñal que
llevaba en la cintura.
El Petiso
sacó la chalina de vicuña de su hombro y la enrolló en la muñeca como
preparándose al duelo. Ellos se miraron de frente sin palabras, a pesar del
odio, se respetaban. Las mujeres tragaron saliva, examinándose minuciosamente
entre ellas, luego al contrincante y por último a sus compañeros. Era ese el instante preciso,
no había forma de postergarlo.
En ese
momento desde la tribuna una voz potente comunicó al público que comenzaba el
desfile para el concurso de disfraces de este carnaval, los concursantes
menores de doce años debían subir al palco y allí se anunciarían los ganadores,
las madres tomaron a sus hijos de la mano y presurosas se dirigieron allí.
Mi suegra (Gaba)
Nos encontramos en San Juan y Boedo, dijo y yo
plantada media hora en la esquina, esperándolo. Es como si lo estuviera viendo.
A eso de las diez terminó de comer satisfecho con la comidita de la vieja, que
“es lo más grande que hay”, y se empezó a vestir. Mientras la vieja ensayaba la
cara de pobrecita, él se puso la corbata rayada, el traje rayado, la gomina, y
entre el beso de despedida y el segundo botón del saco ella empezó: - A dónde vas, querido- con voz temblorosa-
Otra vez vas a salir con esas mujeres a bailar, a tomar champagne, claro,
mientras ellas disfrutan de tu dinero... total para lavarte los platos está la
vieja, para eso estoy yo, para plancharte las camisas, sola, siempre sola, y en
la tele no hacen más que mostrar toda esa porquería que vos haces con las
chicas, y si entra un ladrón, quién me defiende...- Dejó caer dos o tres
lagrimitas la vieja, y entonces como por arte de magia, la ropa se le volvió al
ropero, como si la vieja la tuviera entrenada, mirá, y el loco terminó metido en el pijama mirando
tele con la vieja, a las once a la cama, con el besito de las buenas noches, y
yo, aqui parada, esperando.
El reencuentro (Hueso)
Camina despacio, mira a
los costados, no sabe a quién espera, no lo conoce. Se detiene en los rostros
de aquellos hombres y mujeres que pasan apurados. Busca una cara parecida a la
suya, una cara infantil que ya no podía ser. Hace un intento, imposible, proyecta
su propia cara, le resulta difícil. Trata de recordar como había sido él mismo
hace veinte años, pero no puede.
¿Quién propuso encontrarse
en Rivadavia y Piedras?, ¿había sido él? ¿Fue una propuesta que vino del otro
lado del teléfono? No se acordaba. Si tan sólo hablé hace unas pocas horas,
¿podía ser? Sacaba el celular, chequeaba la hora o que no tuviera ningún
mensajito de texto. Nada. Faltaba nada más que diez minutos, había esperado
años, ¿cuánto representaba unos minutos en esa recta del tiempo? Se mordía las
uñas, arrancaba los bordes y los escupía.
Justo vengo a dejar el cigarro, en cuanto pase alguno fumando lo mangueo.
Se entretiene buscando
transeúntes que fumen. Cada vez son menos, piensa, antes, cuando fumaba, pasaba
uno tras otro, hasta se podía encarar a alguna chica con esa estrategia. Así
había conocido a la mamá. Loca tenés un cigarro, se hacía el langa y le salía
bien. La pose y la mirada de costado. Tenía todo cuidado, detalles que hacían
al conjunto, peinado con gel tirante hacía atrás, buzo que colgaba por los
hombros, colonia buena, no había que amarretear, Yves Saint Laurents, Pino
Silvestre o del estilo, cigarro prendido en la boca, bien afeitado, patillas
recortadas, dibujadas. Era eso, pedir un cigarrillo o sacarla a bailar. Previo,
se hacían algunos actos preparatorios, se la seguía con la mirada sin
desconcentrarse en otra presa, había que buscar a la adecuada y esperar sus
señales. Todo eso había pasado esa noche, eso sí recordaba.
Anduvo bien hasta el embarazo,
ahí comenzaron los problemas. Si querés, te hacés cargo vos, yo me mando a
mudar. Así habían sido sus últimas palabras, así terminaron con la relación, si
es que se puede llamar relación a unos meses de curtir, también eso le había
dicho, unos meses de curtir.
Ni siquiera recordaba el
nombre cuando recibió el llamado; en realidad, recordar lo recordaba, no lo
tenía presente. ¿El hijo de Graciela? ¿Qué Graciela? Ah, esa Graciela, ¿Cómo
está? ¿Muerta? No.
Graciela no podía estar
muerta, ¿cuántos años tendría? Si hasta era más chica que yo, pensó. No tuvo el
coraje de preguntar que le había pasado, en cualquier caso, su muerte era una
tragedia.
¿Se podrá volver el
tiempo atrás? ¿Qué puede querer después de veinte años? ¿Qué carajo le puedo
dar? Daba vueltas en la esquina, iba hacía el cordón y volvía. Mira a su
sombra, dibuja una cara en lo oscuro, en lo negro, una nariz angulosa, ojos
bien abiertos, mirada entre resentida y triste, labios apretados, pómulos exageradamente
marcados, ¿Qué querés Facundo después de veinte años? ¿Qué carajo venís a
buscar?
−Vengo a buscar a un
papá.
Escucha esas palabras
atento, se sorprende, balbucea algo.
−Si no lo tuviste nunca,
¿ahora te acordás?
−Si ahora, ¿y?, tengo
derecho, ¿no?, ¿acaso vos no tenés uno?
−Mejor perderlo que
encontrarlo.
−Yo quiero lo mismo,
elegir si quiero perderlo o encontrarlo. En este momento lo quiero encontrar.
−No quiero que me
encuentres, me voy, me mando a mudar…
−Y yo te sigo ¿Qué te
crees que soy mamá?
−No me podés seguir.
−Si sos mi papá, pelotudo.
−¿Ves?, a un papá no le
podés decir eso.
−¿Qué? ¿Pelotudo?
−Si pelotudo, no se lo
podés decir.
−Te lo digo, justamente
para eso te quería encontrar, para poder decirte…
−No seas irrespetuoso…
−Pelotudo.
−¡Basta!, no te hablo
más.
−Podemos estar así por…
veinte años más, ¿qué problema hay? Adonde vayas yo te sigo. Voy por detrás
pero a veces por delante y ni siquiera te das cuenta.
−No me hables, ¡te dije!
−Primero la ponés,
después la dejás a mamá con el bombo y no tenés los huevos de responder.
−¿Qué querés que
responda? Yo no te quería tener.
−¿Ves? sos tan pelotudo
que ni un poco de diplomacia tenés. Ya sé que no me querías tener. Te hubieses
impuesto, hubieses ordenado… eso, ordenado que no me tuvieran. Y ahora, ¿qué
hacemos?
−No quiero verte más. Quiero
que salgas de acá, me voy.
−No podés, soy, llamalo
así si querés, una cruz pesada que tenés que cargar, pero lo peor es que cada
vez que pueda te voy a decir una verdad.
−¿Cuál?
−Que sos un pelotudo.
−No quiero verte más, no
quiero verte más.
−Pelotudo, pelotudo,
pelotudo.
Un policía corre hacía
él, lo sujeta del brazo, el peso muerto de su cuerpo hace que no lo pueda tomar
bien, trastabillan y caen contra una pared.
−Señor ¿está bien?
−pregunta el policía.
−No quiero verlo más, no
quiero, por favor.
−¿A quién?
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