domingo, 25 de mayo de 2014

Ema Paradiso "Caras y Caretas: Veo-veo, ¿qué ves?"




Una vez fui negrita candombera y vendía empanadas por la calle al grito de “¡empanadas calientes, pa’ que quemen los dientes!”. Las empanadas las había hecho mi mamá y las había puesto, cubiertas con un pequeño pañuelo, en una canastita. Como nadie las compraba yo me las iba comiendo salvándolas así de morir ahogadas en la espuma alba del carnaval. A pesar de no necesitarlo, puesto que yo soy negra, tal vez para serlo más aún, me habían pintado la cara con corcho quemado. Vestía una pollera larga azul a lunares, una blusa blanca de la que emergía mi cuello rodeado de vistosos collares, y un pañuelo rojo con el nudo hacia delante adornaba mi cabeza. Lo que más me gustaba del disfraz era mi boca pintada de rojo carmesí.

 

Otra vez fui payaso. La cara me la pintó mi papá. Recuerdo que me dio mucha vergüenza que un hombre fuera el que me pintaba. Mucha vergüenza. Para mí, esa era una tarea de las mamás, no de los papás. No era tarea de hombres, y menos si el hombre era mi papá. Pero así fue. La cara blanca, una estrella negra en un ojo, y una lágrima en el otro. Para hacer la boca me delineó de blanco y rellenó todo de rojo por fuera de mis labios. Una peluca de rulos despeinados, un jardinerito con estampados de tela en forma de corazón en una pierna, y con forma rectangular en la otra. Estaba irreconocible. El toque final, antes de salir de la casa fue colocarme la nariz de payaso, y ¡“voilá”! La máscara más alegre de todas. Estaba lista para formar parte de ese mundo de colores, música, gritos y disfraces.

 

También fui dama antigua. Llevaba sombrero de ala ancha, mantilla en los hombros y un vestido negro. Recuerdo que había ido con dos amigas y que competíamos entre nosotras, en silencio por supuesto, viendo a cuál de las tres le tiraban más bombitas de agua y más espuma. Nosotras habíamos decidido no tirar nada porque éramos tres damas, pero el juego nos ganó, y terminamos corriendo desencajadas, más como nenas, que como damitas.

 

En otra ocasión de mi vida, fui japonesa. Quizás una japonesa algo pobre, pues en lugar de los tradicionales “geta”, usaba unas ojotas de goma un número más chico que mis pies. En la cabeza me hice un rodete atravesado por dos palitos de caña reemplazando a las agujas niponas. A guisa de kimono usé una salida de baño amarilla con diseños chinos. Pero mi maquillaje estaba muy bien hecho y me sentí una auténtica geisha.

 

Durante mi adolescencia, y tal vez para justificar sin culpa un comportamiento alocado propio de la edad, le rendí honor a los alocados años 20, y concurrí a una fiesta vestida “de Charleston”. El vestido era de una tela brillante de color azul, lleno de flecos, medias blancas con reflejos iridiscentes, collares largos, maquillaje muy luminoso y lo más lindo, mucha pluma. Fue allí que conocí a mi primer novio; con quien aprendí muchas cosas, entre otras, a sufrir en soledad; y luego descubrí la felicidad de enamorarme nuevamente.

 

En otra fiesta hice de estatua. Una vez más, siendo yo negra, mi cara, cuello, manos y pies fueron pintados de blanco. Elegí no usar guantes porque en verano hace mucho calor. Al pelo lo confeccioné con sogas pintadas de blanco, y me coloqué una corona de laureles, también pintada de blanco. En esta reunión había muchas estatuas.  La mayoría eran la “Estatua de la Libertad”. Menos yo, que era estatua viviente.

 

Por último elegí ser Diablo. Me solté y fui Puro Carnaval. “¡Soltame Carvanal!” me gritaban todos, corriendo  a mi lado o por detrás siguiendo los reflejos de  mis espejitos en el piso de tierra, ó el ruido de mis cascabeles. Con la máscara ocultando mi rostro pero yo viendo a todos, con mi voz disfrazada y con unos cuernos gigantes encabezo, junto a otros diablos, el desfile de mi comparsa por el pueblo. Entre chicha clericó, cerveza, vino, papel picado, talco ¡hasta en los perros! y hojitas de albahaca, todos bailamos, cantamos y desfilamos por el pueblo, en forma desenfrenada y desinhibida. Una semana de festejo en donde las jerarquías desaparecen y sólo queda fiesta, locura, mucha picardía e igualdad.

 

Hoy, en mi túnica blanca, con el pelo largo –larguísimo-, negro –negrísimo- y ondulado como siempre, y con un par de alas sin plumas, que no me permiten volar pero no me impiden ver lo que sucede allí abajo en la Tierra, siento que soy algo muy parecido a un ángel. Soy la encargada de mirar desde aquí arriba los festejos de carnaval en la Tierra, y gozo viendo la felicidad ajena. Puedo afirmar que la gente lo llevó y lo lleva en la piel, en el alma.

El carnaval vive en cada uno de nosotros; en diversas ocasiones de nuestras vidas.

Mi vida ha sido un buen carnaval. 

Ema Paradiso

 

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